El gran debate nacional

Julio Bárbaro

Festejo que estemos inmersos en variados debates democráticos. El Gobierno fue exitoso en algunos de sus proyectos. Claro que llama la atención que demasiados legisladores que lo apoyaron, sellando el fin del kirchnerismo hoy vuelvan a ocupar su espacio opositor. Algunos miembros del Gobierno se refieren a la falta de un rumbo claro como lo nuevo de la política; uno, con Zygmunt Bauman, llegó hasta la noción de realidad líquida. Es muy ocurrente que la ausencia de discurso político se convierta en la marca de la modernidad.

Nuestra sociedad no está dividida entre peronismo o antiperonismo, como pretenden demasiados; a veces pienso que la división principal es entre política y otras especies variadas pero nunca dedicadas a lo esencial. Es cierto que arrastramos graves problemas económicos, tan cierto como que hemos probado todas las teorías y siempre terminamos en una crisis. El gran debate nacional es quién es el culpable del fracaso, lo que no se discute y nos une a todos es asumir que hemos fracasado. La concepción peronista o nacional tuvo vigencia hasta el año 1975, digamos hasta Celestino Rodrigo; el golpe de 1955 no dañó la integración social.

Recién con José Alfredo Martínez de Hoz nació la desocupación y la deuda; la imposición del liberalismo de ricos, o sea, del liberalismo económico mas no político, nos sometió a largos tiempos de atraso. Raúl Alfonsín fue quien mejor enfrentó los conflictos del nuevo tiempo. Vendría luego el nefasto Carlos Menem, que, junto a Domingo Cavallo y Roberto Dromi, nos dejaron sin empresas y, además de vender todo, nos aumentaron la deuda mientras creció la desocupación. El kirchnerismo no hizo nada más que aprovechar el viento de cola para expandir el juego y la obra pública a su servicio, y los subsidios y los empleos del Estado como fuente de mantener la clientela electoral, tanto como los retornos a los que esencialmente se dirigía.

Privatizar los servicios que dan pérdida, como los ferrocarriles o la electricidad, es sólo para concentrar la coima en una sola mano. El caso de los ferrocarriles es paradigmático: los degradaron en medio de inauguraciones que festejaban su recuperación; la Presidente elogiaba que el Estado hiciera satélites, cosa en la que tenía poco que ver, mientras dejábamos de fabricar vagones y terminábamos comprando a los chinos hasta los durmientes. Quiero dejar en claro que producir genera trabajo y desarrollo, mientras que comprar hecho asegura las comisiones llamadas retornos o coimas, base fundamental de la dirigencia política que supimos conseguir.

El peronismo fue, al igual que el radicalismo, un capitalismo con dispersión de inversores y productores. Carlos Menem concentró a partir de destruir lo propio y vender para cobrar comisiones, mientras las empresas nacionales pasaban a manos de capitales extranjeros. Los españoles, con el cuento del quinto centenario, se dedicaron más a generar una nueva dependencia económica que a recuperar el espíritu de la hispanidad. Y ahora estamos rodeados de empresas que venden humo. Antes había fabricación de un bien, por ejemplo, un tractor, ahora, con los teléfonos, nunca sabremos lo que invierten y lo que se llevan.

Y lo que es peor, regalamos el comercio. El viejo almacenero convertido en empleado del supermercado extranjero: regalamos todo, la identidad y el trabajo, la ganancia y la propiedad nacional.

Parecería que lo extractivo nos vuelve rentistas y, en consecuencia, imaginamos que la minería, que sólo aporta desolación y miseria, es una digna forma de vida, como haber terminado subsidiando a las empresas petroleras con la excusa de sus trabajadores. Si cuando ganan es de ellos, ¿por qué cuando pierden debemos pagarlo entre todos? Nunca olvidemos que Martínez de Hoz autorizó decenas de bancos y financieras, la idea era que la renta superara al trabajo. Al lado de ellos, el peronismo parece una socialdemocracia nórdica.

Tenemos tres problemas. Primero, el tamaño exagerado del Estado; luego, la concentración cada vez mayor de la economía y, el tercero y más grave, no sabemos hacia dónde queremos ir. En ese marco, la corrupción es parte integrante de la dirigencia, abarca desde la política hasta el fútbol, pasando por los sindicatos. El espacio de lo productivo y el comercio está tan exageradamente concentrado que el escaso talento y la excesiva ambición vigente encuentran en la política una de las pocas formas de ascender en la escala social.

Mientras la corrupción genere más riqueza que el agro y la industria, las mafias serán las dueñas del poder real. Pero si no detenemos el proceso de concentración de la riqueza que ya se lleva por delante a todos los pequeños productores y comerciantes, mientras no detengamos esa demencia, la corrupción seguirá siendo un problema menor.

No hay ya debate entre estatismo y liberalismo, sin Estado el capital termina destruyendo a la sociedad. El Gobierno necesita ponerles un límite a los grandes para recuperar autoridad moral ante la sociedad; de lo contrario, no logrará convertirse en una propuesta política que supere la coyuntura o la casualidad que le otorgó el triunfo. El PRO tiene futuro si se instala en el centro de la democracia. Si sigue con la picardía de elegir al kirchnerismo como enemigo para sentirse superior, está olvidando lo principal: la experiencia demuestra que uno tiene la estatura de su enemigo. Y hay que agacharse demasiado para enfrentar a la decadencia que necesitamos superar. La lenta e inexorable disolución del kirchnerismo exige la recuperación de estructuras políticas que se ocupen de proyectos. Debemos dedicarle a la cordura la pasión que quiso instalarse en la demencia.

La sociedad necesita recuperar la esperanza, postergarla para el semestre que viene es una forma de recuperarla. Eso sí, no olvidemos que esas promesas tienen fecha de vencimiento.