Por: Laura Alonso
En Venezuela hay elecciones pero no hay democracia, desde hace años. Las elecciones son condición necesaria pero no alcanza. Sin república no hay democracia. Más aún, la democracia no puede perdurar cuando el Estado es puesto al servicio de un proyecto político que busca eliminar todo tipo de disidencia y alternancia.
Algunos líderes de la región han puesto de moda esta idea de que un gobierno electo tiene poder ilimitado. Este razonamiento parece suponer que debemos ignorar las aberraciones que podría cometer un Estado simple y sencillamente porque su gobierno fue elegido por el voto popular. En el mismo sentido, se manipulan los principios de autodeterminación y soberanía de los pueblos para soslayar atroces violaciones de derechos humanos perpetradas por líderes de gobiernos ideológicamente afines.
Los derechos humanos no son ni de izquierda ni de derecha. Son universales e inalienables a todo ser humano. Ningún Estado tiene atribuciones para recortar libertades, perseguir, difamar y torturar. Ninguna mayoría tiene legitimidad para exterminar, aniquilar o acallar a una minoría que piense diferente. Desde 1945, la defensa y la promoción de los derechos humanos es global y no admite limitaciones. No hay zonas grises frente a un Estado que viola derechos: debe ser condenado.
En 1945, el mundo cambió después del horror perpetrado por un gobierno ‘electo por el voto popular’. De ese trágico aprendizaje, las naciones acordaron adoptar la Declaración Universal de Derechos Humanos que en su preámbulo sostiene que es “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. De allí surgió la Organización de las Naciones Unidas junto con el derecho internacional de derechos humanos, la justicia transnacional y tantos otros andamiajes institucionales supranacionales y regionales. Todos ellos tuvieron y tienen un mismo fin: proteger a las personas de los abusos que el Estado puede cometer en su contra.
A cuidarse de aquellos que repiten el mantra antidemocrático de la hora: “Si quieren gobernar, armen un partido y ganen las elecciones”, “que la oposición espere a las elecciones y gane”, “hay que respetar la voluntad popular”. Así justifican la represión y el atropello de cualquier Estado contra su población y reafirman su profunda vocación autocrática.
Son estos los que ganan elecciones pero gobiernan como dictadores, detrás de fachadas más o menos democráticas. Siembran el miedo, se aprovechan de los desprotegidos, destruyen las mediaciones institucionales, empobrecen a sus naciones y se enriquecen patrimonialmente con sus recursos. Los hay de izquierdas y de derechas, en el norte y en el sur, en Oriente y en Occidente.
Las elecciones periódicas no alcanzan para definir democrático a un régimen político. Es necesario evaluar la independencia y la autonomía de su sistema de justicia y de controles administrativos, la división de poderes, la transparencia y la integridad en el manejo de recursos públicos, la competitividad de su sistema de partidos, la tasa de alternancia política, la rendición de cuentas de los que gobiernan y los que se oponen, el pluralismo de ideas y la calidad del debate público, el respeto, la tolerancia y el reconocimiento a las minorías y a las voces disidentes.
Un régimen es democrático cuando garantiza la necesaria distribución, provisión y acceso a bienes y servicios como la educación, la salud, el transporte, las redes viales, la seguridad, alimentación saludable y vestido, la vivienda, la energía y el agua potable, la cultura y el esparcimiento, el tiempo libre y un ambiente sano. Y genera un entorno apropiado de libertades para el desarrollo de proyectos personales, familiares y colectivos.
La democracia es republicana o no es. La amenaza a la democracia en la región no son ni el ‘imperialismo yanqui’, ni el ‘neoliberalismo noventista’. La amenaza es endógena y late en cada presidente que concentra atribuciones y recursos, elimina controles institucionales y no tolera disensos, o elige asumir posiciones gelatinosas o directamente equivocadas frente a situaciones como las que hoy vive Venezuela. El desafío no es sólo diseñar las instituciones correctas. Es más profundo. América latina sigue luchando por la libertad.