Por: Leandro Goroyesky
El debate sobre una hipotética modificación a las leyes migratorias que regulan el ingreso de ciudadanos extranjeros al país ha suscitado un gran interés mediático. Pronunciamientos públicos con gran liviandad y tendencias a la estigmatización por nacionalidad han aflorado en nuestra sociedad.
Para comenzar dicho análisis, vale recordar algo que por más redundante que sea, siempre debe ser considerado: nuestro país se ha formado por oleada de inmigrantes que se acercaron en busca de paz y trabajo a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Con los avatares lógicos de aquella época, nuestros abuelos o bisabuelos sembraron en la tierra nuestro origen como nación, basados en el sacrificio, el orden, el trabajo y la diversidad cultural. Fruto de ello, y para salvaguarda de sus derechos, el artículo 20 de la Constitución Nacional consagró la igualdad de derechos entre argentinos y extranjeros que habitan el suelo argentino. Dirigentes lúcidos de aquel entonces vislumbraron con claridad los caminos para forjar una nación. No obstante ello, nada fue sencillo para nuestros ancestros. La Ley de Residencia sancionada por el Congreso Nación en 1902, que permitió al gobierno nacional expulsar a inmigrantes sin juicio previo, fue un punto oscuro en nuestra historia, enmarcado en un contexto internacional convulsionado políticamente. Pasaron 56 años para que en 1958, bajo la presidencia de Arturo Frondizi, se derogara aquella legislación.
Regresando a nuestros tiempos, el debate se ha centrado en el supuesto alto porcentaje de residentes extranjeros que cometen delitos en nuestro país y la necesidad ante ello de agilizar la deportación del inmigrante, a los efectos de paliar la creciente inseguridad reinante.
Dicha argumentación está plagada de sofismas y se convierte en un disparador peligroso, que comienza con la asociación entre inmigrantes y delincuencia pero puede derivar bajo el mismo pre concepto en asuntos sociales y religiosos de mayor relevancia. La historia de la humanidad así lo marca.
Desde ya que sería una irresponsabilidad poner en duda la autoridad y la obligación del Estado para planificar y abordar el flujo migratorio del país. De hecho, la Ley de Migraciones, 25871, establece claramente los derechos y obligaciones de los inmigrantes que habitan en nuestra nación, así como el encuadre filosófico general del Estado argentino al respecto.
Pero acotar el tema de la seguridad a los inmigrantes extranjeros es injusto e incorrecto. Según el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, en datos públicos elevados a la Dirección Nacional de Migraciones, en 2010 la población carcelaria ascendía a 50.641 (personas con condena y otros con prisión preventiva), y apenas 3.034 eran extranjeros, representando el 5,7% del total. Similar porcentaje se deriva del porcentaje de extranjeros condenados sobre el total de condenas efectivas (6 %). Con solo asociar tres datos suministrados por el propio Estado nacional se derriba el mito generalizado del ‘extranjero delincuente’.
El problema de la seguridad en argentina radica en múltiples factores. Quizás, en lugar de culpar los extranjeros por nuestros males, deberíamos juzgar con mayor celeridad a quienes delinquen. Sean nacionales argentinos o residentes extranjeros.
La seguridad como otros debates del que hacer nacional debe ser abordada en forma integral y alejarla completamente de cualquier estigmatización. Debemos admitir y analizar los problemas del país y no encontrar válvulas de escape que recrean debates aparentemente superados por la sociedad argentina. Si así lo hacemos, seguramente como país atraeremos a más estudiantes, docentes, investigadores y empresarios que inviertan su capital humano y económico en el desarrollo nacional y menos delincuentes y narcotraficantes; argentinos o extranjeros.