La mayor crítica que se le podría hacer al Ministro de Educación de la Nación con sus recientes declaraciones es haber tomado la parte por el todo. Eso, en un hombre inteligente, es imperdonable. Es cierto que provoca sorpresa (si no estupefacción) que el muy serio Alberto Sileoni diga que una irregularidad reglamentaria impuesta por la fuerza como tomar un colegio es "una cocina de participación democrática y un triunfo de la democracia y de la educación". Raya con lo incomprensible que el mayor responsable de la formación cultural y pedagógica de un país sostenga que "hay tomas de escuelas que son necesarias", aunque se las reserve para situaciones extremas. ¿Necesarias? ¿Un funcionario democrático cree que es necesario recurrir a un gesto autoritario? Con total sinceridad, lo que no se puede entender es que en vez de reconocer el error en el que se ha incurrido se lance una serie de argumentos que la más elemental lógica derribaría por inconsistentes. ¿No puede un Ministro de la Nación decir que se equivocó? ¿No califica en la política argentina corregir un error y, mucho más, pedir disculpas? Si Carlos Menem es el padre de la ley no escrita que obligaba a sostener al funcionario cuestionado, aún encontrado en flagrante papelón público, este gobierno consiguió la reforma de tan cuestionable "Carta Magna" mandando al dirigente a redoblar la apuesta. Sileoni es uno de los tantos ejemplos de estos. Nadie cree seriamente que un ministro de la trayectoria del responsable de la cartera de Educación crea sinceramente que una toma, en plena democracia que él mismo representa, es una cuna de ideas que alientan la libertad. Los romanos decían que no se puede alegar la propia torpeza. Afirmar que en su misma gestión se hace necesario cuestionarla por las vías de hecho es, cuanto menos, torpe para un secretario de estado. Da apuro ver que tan empinado funcionario no diga fuerte y claro, como norma básica y general, que impedir dar clases a la fuerza es ilegítimo. El argumento de invocar casos extremos es transformar la excepción en ley y la parte en el todo. Sería como que el Ministro de Justicia no se animase mañana a condenar el homicidio porque en ciertas circunstancias (“Caso extremo”) como la legítima defensa, se permite. Matar está fuera de la ley, robar también, golpear o insultar a un semejante lo mismo y tomar una escuela, señor Ministro, ¡también! Faltó poco pero por suerte no se llegó al extremo de recurrir a la historia argentina de las manifestaciones estudiantiles de gran valentía para justificar la de estos días. “La noche de los lápices”, entre otras, no merecía semejante afrenta. Por fin, es hora de preguntarnos a los adultos que tenemos que aprender a respetar y a alentar el derecho de los alumnos a ser oídos en las escuelas, a formar centros de estudiantes que siembren la semilla democrática con elecciones y debates, si no es un contrasentido que a chicos de 13 a 17 años (menores según nuestra propia ley), les asignemos la obligación de cambiar lo que está mal en el sistema educativo secundario. Uno cree que eso nos corresponde a nosotros. No es tomando un colegio por adolescentes como se cambian normas que dictan los adultos (como debe ser) y que seguramente reclaman revisiones. Eso no es democracia. Eso es ignorancia, irracionalidad o vagancia paterna, fenómeno que cree demagógicamente que es mejor educar a los hijos llevándoles mate cocido a la noche a la escuela tomada que asumir el rol de trabajar como padres y ejercer de adultos. Eso es endosarles una responsabilidad que en nuestro país nace a los 18 años. Habrá de una vez por todas que pedir que “los mayores” asuman el viejo rol de titulares de la patria potestad, capaces de representar a “los menores” ante quien corresponda para que el plan de estudios, las condiciones edilicias de las escuelas y hasta la cantina de los establecimientos estén como corresponda. Sin necesidad que una excepción luzca como una regla.