Por: Luis Novaresio
La pregunta es si importa. No si ilusiona o decepciona. La inquietud abarca mirar hacia el ámbito de la política. No a la religión. Un creyente, un católico apostólico y romano, quizá podrá inquirirse si Francisco apoya a Cristina y no a Macri desde el lugar de la alegría o la decepción. Siendo la religión un vínculo único e irrepetible con Dios (y por ende con sus ministros), ese debate es personal, muy fuerte, claro, pero intransferible.
¿Importa políticamente, desde lo público, que el jefe de la Iglesia haya dejado claro que sus simpatías terrenales están con el kirchnerismo? ¿O, al menos, que no se encuentran cerca de los globos amarillos argentinos? Porque, dejémonos de eufemismos: si no alcanzan los tres largos encuentros en poco tiempo con la doctora Fernández, más propios desde la gestualidad de una cena de amigos que del saludo de dos jefes de Estado, si no basta con que el Papa Bergoglio haya respaldado la nominación de Roberto Carlés -quien no reunía los requisitos más elementales de experiencia- como juez a la Corte Suprema, si no es suficiente el rosario a Milagro Sala y que su Santidad no fije fecha para visitar al país luego del resultado de las elecciones del año pasado, habrá que recurrir -para probar esa evidente simpatía papal hacia los K- al relato que este cronista escuchó de un ex titular del poder ejecutivo nacional y un ex ministro de otro gobierno que oyeron de boca del ex arzobispo de Buenos Aires el “cuiden a Cristina” cuando lo visitaron en Santa Marta.
La diplomacia vaticana es la más experimentada y sutil de las que hoy existen. La gestualidad vale más que un discurso. Los 22 minutos escuetos con el presidente Mauricio Macri, su ausencia de otro tono que no fuese el de manual en todo momento -un integrante de la comitiva recurrió a un oxímoron para describirlo: “daba calor la frialdad de ese encuentro”-, son tan poderosos como un mensaje abierto.
¿Importa, vuelve a aparecer la pregunta, si el Papa es K? Desde lo religioso, quizá sí. El hombre desairado mientras ocupaba la Catedral porteña puso su otra mejilla y eso es cristiano. Perdona a pecadores, ofensores e incluso a corruptos que no dudaron en usar la violencia bajo la excusa de la ayuda social. Eso es el hijo de Dios, dicen los que tienen fe. El confesor de quien es la vicepresidente de la Nación y confidente de tantos que hoy son funcionarios mantiene el deseo del Evangelio: el pastor señala sus preocupaciones por los más pobres y disiente con el inicio de un gobierno y eso es cristino. Allí, sí, importa. Y lo escribe un no creyente. Es el espacio de la fe que ilumina u oscurece el pensar de quien pertenece a la iglesia.
Políticamente, en cambio, la importancia es relativa. La Argentina es una república laica. Con enorme e invalorable tradición católica. Pero a la hora de ser pensada desde la organización política que regula la convivencia social, no es una teocracia. Macri y Cristina saludaron a un jefe de Estado. De enorme predicamento en el mundo cuando habla de la pobreza, de la solidaridad y de la bondad y conmueve mostrando cambios que hoy lo llevan, por ejemplo, a no juzgar a un homosexual y no a condenar el matrimonio igualitario como obra del demonio, o cuando, otro ejemplo, representa a muchos en su enojo por un muro anti-inmigrantes en los Estados Unidos tan inhumano como el maltrato de gobernadores de estas pampas que expulsaron pobres o indígenas.
Pero el encuentro de un Presidente fue, nada más, que con un jefe de Estado. Con un hombre de carne y hueso, de contradicciones, aciertos y errores. El Pontífice allí opina y gesticula como ser humano y no como pastor de Dios. Un terreno en donde el don de la infalibilidad no aplica.