Por: Luis Novaresio
Cuenta el cuento que dos grandes conversaban sobre las utopías. Eduardo Galeano le preguntaba a Fernando Birri para qué servían. “Si siempre están allí, lejos, inalcanzables por más que camines hacia ellas. ¿Para qué?”, preguntó el uruguayo. El cineasta de Santa Fe no dudó y respondió: “Están para eso. Para saber hacia dónde hay que caminar. Están para seguir caminando”.
El Papa Francisco fue esta semana una utopía. Inmensa. Aunque pensándolo bien, fue una utopía real. Un verdadero oxímoron. Quizá no sea la primera vez que este hombre genere contradicciones. Desde esta misma columna criticamos su intromisión en las bendiciones implícitas a nombramientos de jueces supremos o su vidrioso gesto de enviar rosarios a algunos detenidos sí y a otros no.
Sin embargo, que ayer mismo el jefe de la Iglesia Católica haya subido a su avión papal a 12 refugiados sirios en la isla de Lesbos para acogerlos en Roma, a su cargo, no admite discusiones. Es un paso, real, físico, concreto, en el camino hacia la utopía de ser solidarios. De ser menos injustos. De otorgar el derecho de ser a los que no lo tienen.
¿Alguien se acuerda de Aylan Kurdi? ¿Alguien preguntó en estos días por la vida de Adbullah Kurdi? Te lo pregunto a vos que estás leyendo esto. ¿Recordás quiénes son? Hace apenas 6 meses el mundo se desgarraba las vestiduras y agotaba adjetivos para condolerse por una criatura ahogada en las playas turcas de Bodrum cuando intentaba escapar de su país en un bote maltrecho. El planeta justificaba semejante imagen (innecesaria salvo para el apetito malsano) porque a partir de entonces los refugiados iban a ser escuchados y ayudados. La vieja Europa pareció conmoverse y se prepararon centenas de discursos. Discursos propios del marqués de Lampedusa: cambiar algo para que no cambie nada. A lo sumo, campo de refugiados para sostener la crisis. No para resolverla.
Nada cambió. Salvo que Jorge Bergoglio siguió criticando la insensibilidad europea y no ahorró calificativos. Ayer, como en todo este tiempo, dijo: “Ustedes, refugiados, no están solos. Hemos venido a extenderles la mano que el verdugo no les ha dado. No pierdan la esperanza. Venimos a implorar la solidaridad”. Y, sin más, después de las palabras, los hechos: 12 sirios, entre ellos 6 niños, ya duermen hoy en un convento vaticano, comen como seres humanos, tienen un horizonte difícil pero un horizonte al fin hacia donde caminar.
No soy católico. Ni siquiera creyente. Será por eso que no logro dejar de conmoverme con un hombre que no invoca lo sobrenatural para servir sino que entiende que la humanidad se salva, será mejor, si se da un paso, y luego otro y luego otro, hacia la utopía. Pasos terrenales. Sobre el polvo mundano. Y hoy, ese primer paso tiene nombre, apellido y futuro de una, más otra, más otras y así 12 personas de carne y hueso, irrepetibles, que no saben de Fernando Birri ni de Eduardo Galeano pero palpitan en su mismo deseo.