
Por: Luis Novaresio
La Juez en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad, Elena Liberatori, citó para hoy a una audiencia al Ministro de Educación Esteban Bullrich y a los alumnos que toman desde hace casi 3 semanas más de 40 escuelas porteñas. El escueto comunicado oficial del Tribunal no aclara el carácter del citatorio aunque se presume que la idea es la de escuchar a “las partes” del conflicto. No importa el resultado del encuentro que, a esta altura, es anecdótico. De nuestra parte sólo provoca una duda.
Con todo respeto por la investidura judicial, uno está tentado de preguntarle a la magistrada, la doctora Liberatori, ¿no es mucho? ¿En serio siente que imparte justicia sentando a la mesa de su despacho a un ministro con alumnos de unas escuelas?
A nadie de buena leche se le escapa que es imprescindible rediscutir los contenidos de la escuela secundaria que viene siendo maltratada desde hace décadas y por la que, en términos concretos, poco se ha hecho hasta la fecha. Es norma de toda buena pedagogía darle participación, en parte, de los debates del tema a los destinatarios de la enseñanza para conocer el impacto directo de lo que los adultos piensan y planean para ellos. Ahora bien: de ahí a creer que hay que sentar en pie de igualdad a las autoridades responsables de la educación argentina con los alumnos para que en un aparente gesto de democracia resuelvan en conjunto qué hacer con la currícula de la escuela media hay un trecho largo. El mismo que separa a la democracia de la demagogia.
Ya se sabe que, con sólo ver algunos antecedentes de las resoluciones de Liberatori, a Su Señoría no le agradan casi ninguna de las políticas de Mauricio Macri. Sus fallos para reincorporar a docentes sumariados, para oponerse al polideportivo de Chacarita, para evitar los protocolos que eviten que haya actividad política partidaria en las escuelas y tantos otros más lo demuestran. Está en todo su derecho de fallar, siempre, en contra de esta gestión de la Ciudad si su sano juicio e íntimas convicciones la persuaden de este permanente criterio.
Pero creer que es lógico que el ministro nombrado por un gobierno nacido de las urnas debe ser equiparado en condiciones de decisión con los alumnos, que en su mayoría no llegan ni a la edad para ser considerados capaces civilmente y (por ahora) con aptitud política de voto, luce inexplicable. Los alumnos deben ser escuchados, sí. Pero deben ser protegidos y tutelados por los adultos que no deben renunciar a su responsabilidad como tales a la hora de ser docentes, padres o funcionarios encargados de decidir entre ellos el destino de la educación. Endosarles a los menores tal responsabilidad es propio de la ignorancia alarmante o del aprovechamiento político inescrupuloso. Siguiendo este precedente, podríamos convocar a los menores a discutir el calendario obligatorio de vacunas o el monto de las asignaciones familiares, ya que impactan directamente sobre ellos. O, por qué no, propiciar una reunión entre la ministra Nilda Garré y los menores de 16 años para consensuar la edad de imputabilidad penal.
El criterio de la Defensora del Pueblo Alicia Pierini de abrir un diálogo para encontrar un clima de resolución del conflicto es atinado y plausible. La responsabilidad de mediar de una defensora es vital. No es ésta la función de una jueza.
Quedan dos opciones para entender el proceder de la magistrada. O Su Señoría cree que un pibe a partir de los 13 años debe decidir a la par de su propio padre, de un docente o de un ministro qué cosas va a estudiar o Usía se siente cómoda en el papel de amable y maternal componedora de un conflicto que no registra demasiados antecedentes y ha emitido un magnánimo consejo con forma de sentencia. En ese caso, la reunión de hoy debería realizarse en un consultorio espiritual de buenos oficios y no en un juzgado de la ciudad.