Por: Luis Novaresio
Alguien podría decir que no nos incumbe a los no creyentes opinar de los gestos de los príncipes de la Iglesia católica. Pero como esas mismas jerarquías (y conste que digo “jerarquías” y no sacerdotes de a pie que militan con su cuerpo la palabra del Evangelio) deben ser siempre escuchadas por una tradición nacional tan inveterada como sobrevalorada cuando, por ejemplo, se debate el Código Civil que nos rige a religiosos o no, siento que tengo a derecho a decirlo: qué pasmosa premura se pone para cuestionar la fertilización in vitro y qué estruendo silencio para ocultar que un obispo paga una fianza a un cura procesado por presunto abuso de menores. Preocupa. En realidad, da bastante vergüenza.
Ayer el clero más conservador se sintió victorioso cuando logró torcerle el brazo a los impulsores de la unificación del derecho privado y obligó a quitar del nuevo código que se aprobará en breve toda referencia a la fertilización asistida. Liliana Negre de Alonso, la inteligente y tenaz senadora por San Luis, fue quien impulsó esta idea. Ella no esconde su pertenencia a los sectores menos abiertos de ese culto ni niega que cada vez que alza la mano en la Cámara lo hace guiada por convicción religiosa. Que la cámara sea de un Estado laico parece, para ella, un detalle.
El oficialismo veía naufragar su desesperado apuro de obtener dictamen y convino con ella su apoyo (¿transó?, ¿el fin justifica los medios?’) a cambio de eliminar toda referencia a los métodos modernos de maternidad por reproducción asistida. Ni se permitió una inofensiva línea que dejaba sujeto el tema a una ley posterior. En la Argentina, si esto se aprueba, no habrá derecho al beneficio del progreso de la ciencia para ser papá y mamá porque esto “atenta contra la naturaleza” (sic). A lo sumo, suerte tendrán los que dispongan dinero y crucen las fronteras para llegar a tierras impías en donde eso sí se permite. Cuestión de reservas y de paridad cambiaria.
Aquí, gracias a estas posiciones no habrá fecundación. No habrá subrogación de vientres ni donación de óvulos. Como tampoco no hay abortos, no hay educación sexual o, como hace un tiempo, no había Tierra que girase alrededor del Sol. A Galileo lo perdonaron casi 500 años más tarde. Que los codificadores argentinos tengan paciencia.
Quizá algunos legisladores se animen a contar las presiones que sufrieron en las últimas horas para cambiar el código de parte de las jerarquías eclesiásticas. Sería bueno que lo hicieran para poner negro sobre blanco de qué hablamos. Llamados, reuniones, promesas de admoniciones o enojos. Nada nuevo que no se haya vivido con la Ley de Matrimonio Igualitario hace unos años o, un poco más atrás, con el debate de la Ley de Divorcio. ¿O no recordamos a una diputada ofrendando su banca a la Virgen María cuando Raúl Alfonsín le dio derecho a los que libremente lo quisieran para rehacer sus vidas matrimoniales? ¿Y aquella otra legisladora que introdujo al Santísimo (emblema de máximo respeto de los creyentes) en el recinto de debate parlamentario de una república que protege por igual a religiosos y no?
Eso no es militancia religiosa. Eso es intromisión de un credo en los derechos y obligaciones de todos. ¿Por qué prohibir con tanta virulencia? ¿No tienen seguridad respecto de que sus enseñanzas impartidas por religiosos, catequistas, escuelas e instituciones sean respetadas por sus fieles? ¿Pesa más un código de los hombres que la ley de su Dios? ¿O la idea es que esas ideas sean incluso para los que no las comparten? Eso, de ser así, sonaría violatorio de la libertad religiosa.
Impacta que se haga esto en jornadas en donde un obispo de esa misma Iglesia pagó una fianza para que un sacerdote de Goya procesado por presunto abuso sexual transite su juicio en libertad gracias al dinero de la diócesis. Es cierto que un procesado es inocente hasta que el juicio final de los mortales diga lo contrario. Pero el silencio y la inacción de los propios católicos que pueden cambiar todo un código civil para exigir que esa Justicia ampare a un pibe que hoy tiene 18 años y denuncia haber sido ultrajado por quien predica la conmovedora palabra de Cristo suena ominoso. Casi se parece más a la viga en el ojo ajeno que a otra cosa.