Por: Luis Novaresio
Ahora resulta que el tema es la “inflación penal”. Se ve que entre muchos funcionarios crece un apetito bautismal exótico cuando miran la realidad. Vaya a saberse si no late allí alguna vocación sacerdotal trunca en algunos o un deseo paternal no concretado de elegir nombres a sus descendencias. El caso es que esta furia “nominadora” no pretende combatir el fenómeno que se designa. Apenas enmascararla con adjetivos menos hostiles.
Ya aprendimos que no hubo devaluación cuando de un saque el peso nacional perdió el 20% de su valor: se trató de un “deslizamiento cambiario”. Tampoco hubo aumento de precios en el momento, por ejemplo, de incrementar las boletas de la luz y el gas: fueron solamente “readecuaciones tarifarias”. El cepo que no deja comprar dólares no es cepo sino “imposibilidad temporaria para atesorar divisas” y ahora la decisión del gobernador Daniel Scioli de cambiar la ley que reprime delitos no es política criminal sino “Inflación penal”.
Si no se tratara de casos esenciales en donde el Estado debería tener prioridad, este fenómeno sería hasta simpático por su variopinta creatividad. Sin embargo, de lo que aquí se habla es de la calidad de vida que nos dispensan los inquilinos del poder como garantes de la tranquilidad física, social y económica de un país organizado y, sobre todo, de la chance de hacer proyectos por parte de los ciudadanos de a pie. Un gobierno que se precie de tal es el que es capaz de abrir el horizonte para pensar en el futuro a largo plazo. No el que juega con las expectativas hasta las próximas elecciones.
Mucho se puede decir de lo que ocurre en la provincia de Buenos Aires ante la carencia de seguridad. Daniel Scioli no puede opinar como un testigo cuando el narcotráfico, la violencia de gran escala o los arrebatos diarios, por sólo mencionar algunos ejemplos, golpean a sus ciudadanos. El gobernador tiene, entonces, dos caminos. O jugar a que un hecho más grave fuera de su jurisdicción (el linchamiento de Rosario, por ejemplo) sea más poderoso en la tapa de los diarios y navegar oculto apelando a la suerte hasta el 2015 o, opción dos, tomar decisiones. Proponer ideas. Asumir el riesgo de gobernar incluso con un margen de error.
El anuncio del sábado fue en este último sentido. Declaró la emergencia de seguridad reconociendo explícitamente que la cosa está mal (es de locos, pero se agradece que alguien no intente otra vez tapar el sol con una mano), lanzó a la calle a policías que patrullen, propuso normas que dificulten las libertades anticipadas de los sospechados con fundamento de delitos y se definió como partidario de controles más severos a la hora de la represión de los crímenes. ¿Llega tarde? No hay dudas. ¿Es lo óptimo? Seguramente no. ¿Cubre con exhaustividad la prevención del delito? Tampoco. Pero al menos empezó por algo.
No coincidieron con este paso desde el kirchnerismo explícito. Así se lo hicieron saber por twitter el sacerdote Juan Carlos Molina, titular del Sedronar y su propio compañero (sic) de fórmula, el vicegobernador Gabriel Mariotto. El primero, arengó por la red social: “compren muchos chalecos antibalas pero tripliquen las becas culturales y deportivas”, dijo, sin explicar cómo hace un cristiano con uniforme de policía para repeler los disparos de un delincuente con una beca. Mariotto, por su parte, declaró que no hay que enfrentar la inseguridad “con posiciones de coyuntura que responden a una instalación mediática”. Es verdad que los que trabajamos en los medios deberíamos pensar si no es hora de desenchufarnos del rating minuto a minuto o del contador de visitas de las páginas de Internet creyendo que un punto o miles de lectores pueden mercantilizar nuestro sentido común y profesional como comunicadores. Es cierto esto y propongo humildemente abolir este modo de mediciones en las señales de noticias y en los noticieros. Hay talentos y necesidades que no se someten a comicios, supo decir el enorme Baruch Spinoza. La seguridad no es una décima de audiencia. Debería ser una prioridad y una responsabilidad informativa. Pero de ahí a creer que la muerte del bebé de Carolina Píparo, el linchamiento de Barrio Azcuénaga de Rosario o los miles de crímenes a lo largo y ancho del país son de instalación mediática, hay un tranco largo. El que separa la buena fe con la negación de la realidad.
Por fin, hoy se cuestionó a Scioli en la palabra del inteligente ministro Jorge Capitanich acusando a sus iniciativas como superfluas, emparentándolas con las leyes Blumberg y atribuyéndolas a cuestiones inflacionarias en materia penal. No deja de ser pintoresco que a dos días de los anuncios el gobierno K vea una especie de inflación cuando la de los bolsillos tardó 10 años para modificarla en los risibles índices del INDEC. Sin embargo, la semántica creativa no luce ni siquiera simpática cuando se trata de discutir un fenómeno que le guste a quien le guste tiene preocupada (¿atemorizada?) a la sociedad y reclama algo más que la chicana verbal de un bautismo pretendidamente original. Exige que si no saben prevenir (y los resultados dicen que no saben) al menos sepan sancionar al que está fuera de la ley. Porque en esta, en serio, vamos todos embarrados. Torpedear con verba pirotécnica un intento de modificar las cosas que no están bien es más que la biblia y el calefón. Es desidia inoperante.