Argentina y Estados Unidos comparten mucho más de lo que se suele imaginar. Salvando la distancia o brecha en la trayectoria final de un país (cuasi imperial) y otro (casi irrelevante), ambos poseen territorios extensos, climas diversos, tierras benignas, historias paralelas, líderes importantes, autoestimas nacionales a veces exageradamente altas, pero sobre todo, una institucionalidad política muy similar a partir de la cuasi imitación alberdiana del diseño de los Padres Fundadores. Sin embargo, a pesar de tales coincidencias, sobre este último punto, las reacciones simultáneas de las sociedades civiles ante cuestiones similares como la discusión de la ley presupuestaria (ley de leyes), la sucesión presidencial o el rol del Congreso son bastante diferentes, cuando no, diametralmente distintas.
En efecto, un ejemplo cabal de ello, es el reciente “shutdown” o cierre temporario de todas las instituciones gubernamentales, fenómeno que se produjo 16 veces a lo largo de todo la historia en el territorio norteamericano. Para tal sociedad civil, tan admirada por su vitalidad y ejercicio responsable de la libertad, por el francés Tocqueville en el siglo XIX, lo ocurrido es asumido sin dramatismo alguno y hasta puede ser justificado racionalmente, como ejemplo de control legítimo opositor de las cuentas públicas de un gobierno que ha devenido fiscalmente irresponsable.
Así como una empresa privada que se ha excedido en gastos debe quebrar y convocar a sus acreedores a través de una proceso de sindicatura, todo gobierno debe ser castigado por su conducta dispendiosa y el detonante es el tratamiento de su presupuesto anual. En cambio, en Argentina, un hecho como el ocurrido en Washington, es interpretado de manera dramática, aún asumiendo varias alternativas: ya sea como un fin de ciclo gubernamental, el entorpecimiento deliberado y faccioso de la oposición sobre el oficialismo o la conspiración de intereses ocultos sobre un gobierno benévolo y genuinamente preocupado por la gente. Esa visión tan distinta que tienen los argentinos respecto a los norteamericanos, nos torna más flexibles y tolerantes con gobiernos corruptos y desbordantes, pero “generosos” (con el bolsillo público).
Ello explica también cómo en la misma semana del shutdown norteamericano, los legisladores argentinos le daban a la presidencia Kirchner un nuevo “cheque en blanco”, votando a favor de un presupuesto con renovación automática de emergencia económica, libertad para mover destino de partidas, ejecutuivización de las decisiones, etcétera. Mientras en un país (el del norte) funcionaban los controles presupuestarios y la sociedad frenaba y castigaba de modo ejemplar a un gobierno despilfarrador, en el otro (el del sur), aun a sabiendas de la delicadísima -y peor que la norteamericana- situación fiscal, se liberaba aún más al gobierno de sus responsabilidades.
Cabe recordar que hace apenas doce años atrás a un ministro de Economía que planteaba a la población que si quería mantener la convertibilidad debía ajustar gastos a la baja, se lo echó del poder por su mensaje no agradable a los oídos de las clases medias argentinas, habituadas a subsidios históricos al consumo. Apenas unos meses más tarde, paradójicamente, esos mismos sectores toleraron en completo silencio una fenomenal devaluación que les pulverizó el 33 % de sus ingresos pero que benefició a sectores concentrados.
Resulta claro entonces que los comportamientos colectivos nocivos pueden alterarse sólo si cambian nuestras visiones o concepciones del poder político y sus efectos o límites reales (sociales). Como aprendieron los norteamericanos mucho antes, no basta con diseños institucionales o recitados ideológicos. La praxis social conlleva resultados en un sentido u otro. Empecemos a obrar.