Mientras se debate a nivel mundial, tanto en cumbres como el G-20, instituciones como la ONU y en cada Estado involucrado, la decisión de intervenir en Siria, ya sea en términos humanitarios como agresivo-militares, pocos hacen hincapié en el denso entramado social y político que dicho país ahora desnuda. Ese entramado parece insertarse en la lógica del choque civilizatorio de Huntington del cual se cumplen dos décadas, sobre todo, por las raíces culturales e intrarreligiosas que posee el conflicto sirio, así como antes el egipcio y el libio.
No son los intereses los que están moviendo al mundo post 1991: ni el norteamericano por los reservas petroleras ni el ruso preocupado por la defensa de un antiguo aliado de la Guerra Fría o un futuro de nuevos Al Qaeda. Son las identidades. Ex colonia francesa hasta 1946, e históricamente dominada por egipcios, hebreos, asirios, persas, griegos, romanos, árabes, mongoles y otomanos, Siria se independizó pero experimentó una enorme inestabilidad institucional: en una década, tuvo cuatro Constituciones y 20 gabinetes.
Entre 1956 y 1958, el ejército sirio, fortalecido por la ayuda soviética, ante el temor de una guerra con Israel y Turquía y el conflicto del Canal de Suez con las potencias europeas, ganó mayor protagonismo doméstico, siguiendo una trayectoria similar a la de su par egipcio. Tal confluencia terminó en la fusión de ambos países en la RAU (República Árabe Unida), apenas hasta 1961. Entre 1963 y 1970, el partido Baaz Arabe Socialista, aliado a Irak y Egipto, se hizo cargo del poder, no sin facciosidad interna y una derrota militar ante Israel, que le quitó a Siria las Alturas del Golán. En noviembre de 1970, vía un nuevo golpe militar, el ministro de Defensa Hafez Al Asad, el “León de Damasco”, tomó el poder y gobernó con mano dura durante 30 años.
En 1976, ocupó militarmente el Líbano, donde ordenó la masacre de Hama (febrero-junio de 1982). El ejército sirio mató entre 150.000 y 200.000 civiles con el pretexto de sofocar una revuelta sunita. Al Assad sobrevivió al final de la Guerra Fría, lamentando la pérdida del apoyo soviético, sin siquiera pagarles a los rusos su abultada deuda, lo cual condujo a Siria a imitar el aislamiento norcoreano, contando sólo con la amistad de los ayatollahs iraníes y un breve interregno de complicidad con Estados Unidos, durante la primera Guerra del Golfo en 1990, emprendida contra el enemigo iraquí (sunita), Saddam Hussein.
En junio de 2000, tras la muerte natural de Hafez, le sucedió su hijo Bashar, oftalmólogo formado en Londres, sobre quien Occidente tenía ingenuas expectativas de cambio. Según el profesor español Gema Martín Muñoz, Bashar pudo transformar el viejo baazismo en un nacionalismo pansirio, la otrora sensibilidad laica en una dominación confesional alauita y el socialismo moderado en un capitalismo autocráticamente dirigido.
Sin embargo, mantuvo tanto el despotismo de su padre como su tutela militar y política, vía la milicia antijudía Hezbollah, desangrando a el Líbano, donde sólo se retiró por la presión internacional tras 29 años, no sin antes planear los asesinatos del ex premier libanés antisirio, Rafik Hariri en 2005 y del ex ministro Pierre Amin Gemayel, un año más tarde. Pero apenas iniciada la Primavera Árabe, hace más de un bienio, mostró una enorme incapacidad para controlar la expansión de los viejos odios latentes durante décadas entre sunitas y alawitas (o nusairíes) -ramificación de los shiítas-.
En este entramado fratricida, Occidente no debiera intervenir sino sólo a través de los árabes sauditas, los turcos y los israelíes: éstos conocen y podrían dominar esa telaraña. La excusa humanitarista podría conducirnos a infiernos como los de Bagdad y Kabul, que sólo acarrearán nuevas cohortes terroristas, mayor desprestigio norteamericano y pérdidas de mayores libertades civiles en el mundo civilizado, en nombre de la seguridad.