Por: María Zaldívar
“Que se vayan todos! Que se vayan todos! Pero, al final, el único nuevo soy yo”, solía repetir Mauricio Macri recién desembarcado en la contienda partidaria. Y un poco de razón tenía. En verdad, allá en el comienzo del siglo algunos nuevos más se sumaron pero cierto es que los “viejos” volvieron todos.
La fuerza que lideró el millonario fue una esperanza concreta que emergió con una energía directamente proporcional a la expectativa que generó. Para mejor, su idea-fuerza era “Somos jóvenes y nunca militamos”, con lo que venía a distinguirse de los no tan jóvenes y profesionales de la rosca política. Con esas dos banderas obtuvo la adhesión de un par de generaciones que, con él, se inauguraron en esto de la participación en la cosa pública.
Luego, cerca de alcanzar el ejercicio del poder real, Macri incorporó otro slogan: “Lo importante es la gestión”. Esa mirada de la tarea que le esperaba y una debilidad expresa por el marketing político marcaron sus administraciones. Emprender actividades de alta visibilidad y comunicarlas con el sello de su gurú estrella vinieron de la mano y cruzaron toda la era amarilla.
Pero el estallido del 2001 no responde a “la gestión”. El país no voló por el aire por una mala gestión, ni siquiera por la acumulación de varias gestiones defectuosas. La historia del mundo está plagada de ejemplos de malas gestiones y en ningún caso implicó quedar al borde de la disolución nacional. Nuestro punto débil fue la ausencia de un marco institucional, de los pilares que garantizan la sobrevida del sistema. Nada evitó el derrumbe porque las instituciones no tenian la solidez suficiente para contener y encauzar la crisis.
Ni Mauricio ni sus colaboradores percibieron esta diferencia esencial y desde entonces construyen a partir de ese enorme error de análisis que los llevó a sobreestimar las formas sobre el fondo, la bicisenda sobre el impulso a la democratización interna de los partidos, los festivales callejeros gratuitos (para los que los consumen) sobre la transparencia en la administración de los recursos públicos o las playas y sombrillas en las plazas porteñas sobre la promoción de un orden político distinto.
Una década despúes de haber ingresado en la contienda política, el macrismo está flojo de slogans. Ya no son tan jóvenes, adquirieron experiencia de militancia y se ha comprobado que, en ciertos momentos de un país, hay temas más importantes que la gestión. El que les tocó a ellos fue uno de esos momentos. Tal vez un político experimentado lo hubiese reconocido de inmediato. Aquella debacle reclamaba reconstrucción social y, fundamentalmente, moral; además, era oportuno porque la sociedad estaba permeable para acompañar y un producto político nuevo tenía altísimas posibilidades de tener éxito.
Sin embargo, el macrismo, en lugar de ofrecer un modelo distinto, optó por subierse a la calesita que viene girando hace décadas. Eligió a sus dirigentes a dedo, a dedo armó las listas y los amigos jugaron un papel decisivo a la hora de las decisiones. La consecuencia directa de esas prácticas es el alejamiento de quienes no están dispuestos a engrosar las filas de una fuerza política que desalienta la competencia interna. No hubo formación de cuadros, el “cursus honorum” no se puso en funcionamiento y las pruebas están a la vista: más de una década después de aparecer en el horizonte político, el macrismo, aún circunscripto a su distrito de origen, no busca los candidatos entre su propio semillero de militancia sino en las canchas de futbol y los estudios de televisión.
Ese mecanismo, que se hubiese podido disculpar en sus inicios, años después marca una falencia grave: no se trata de una forma excepcional de resolver la necesidad puntual de un partido nuevo en expansión sino que es una forma de hacer política. No es una excepción sino una elección. Eso, una conducta errática a nivel legislativo y la fascinación por permanecer en la función pública los pone en un plano de igualdad con la clase política que nos llevó al incendio del 2001.
Casi una década administrando una ciudad emblemática como Buenos Aires sumado a un grupo interesante de diputados nacionales, el PRO no logró marcar diferencias institucionales profundas ni provocar efectos beneficiosos en el sistema político argentino.
En términos institucionales, ¿estamos mejor que antes del macrismo? ¿Sirvió a la República su aparición? ¿Evitó desvíos? ¿Ejerció una influencia virtuosa? ¿La nación es mejor con ellos? La respuesta queda para la reflexión personal.
Es más, la inexperiencia en términos partidarios de Mauricio Macri y la de sus máximas figuras los hacen incurrir en errores políticos con consecuencias impredecibles para ellos, su espacio y el país. Tan de Mauricio es el partido que a nadie sorprendió los titulares que anunciaban “Macri habilitó a Michetti a competir en Capital”. Hasta donde sabemos, quien la habilita es la ley. Alguno dirá que el Jefe de Gobierno tiene merecido este tropezón por haber malacostumbrado a Michetti a alcanzar, a dedo, la postulación a los cargos que pretendía. Es la vieja historia del invento que complica al inventor.
Ahora la pelota la tienen sus simpatizantes que, hasta el presente, nunca reprocharon al PRO que calcara el comportamiento de sus pares en cuanto al personalismo interno y tampoco castigaron a Gabriela Michetti por abandonar los cargos después de pedirle a Macri competir por ellos y a la población, el voto para obtenerlos. En 2009 renunció a la vicejefatura de gobierno para ser diputada y ahora está dispuesta a dejar la banca de senadora para ser jefe de gobierno. Estas prácticas, habituales entre los históricos, no debería haberlas copiado un partido nuevo con gente nueva. Esa película ya la habíamos visto.
A las puertas de una interna que va a desgastarlos innecesariamente, el PRO vuelve a equivocar el foco. Hace una década no era la gestión el peor de nuestros males y hoy tampoco es momento de personalismos; parecen transitar la enfermedad de los partidos viejos: mirarse el ombligo. A menos que las diferencias que enfrentan a Michetti y Rodríguez Larreta sean más profundas que cuestiones estrictamente personales y le den sentido a esa pelea. Si es así, sería hora de saberlo.
Mientras tanto, nadie parece advertir allí que la Argentina enfrenta el grave peligro de continuar en este proceso, estéticamente legal, de ahorcamiento de las libertades individuales a partir del avasallamiento de la división de poderes y que el PRO, como parte importante de la oposición, debe hacer todos los esfuerzos posibles para evitarlo. Por ahora, la interna es el todo y eso, para la ciudadanía, es más de lo mismo.