España en la hora de los bostezos

Martín Guevara

Una vez acabado el debate de ambos candidatos a presidentes del gobierno de España, lo que nos puede quedar meridianamente claro es una cosa: que seremos conducidos por personas que toda su vida han estado en la política pero en un segundo plano, como asistentes, ministros, soldados de campo, o simplemente consejeros de los verdaderos líderes de sus partidos, los llamados a ser presidentes. Y que por alguna buena razón terminaron siendo los llamados al poder, en un caso directamente colocado como sucesor, y en el otro sugerido hacha en mano.

Se puede destacar, que ambos candidatos suplieron en el poder a unos líderes que si bien eran naturales e indiscutibles también estaban compuestos de esa pasta anodina de los políticos que son más bien tecnócratas, en contraste con los rasgos carismáticos tradicionales de los conductores de masas del siglo XX.

Con lo cual era de esperar un debate de escasísimo entusiasmo, poco profundo, nada duradero. Pero es que caló tan poco que no llegó ni a saciar la expectativa de pasatiempo nocturno. Es verdad que postergué una conversación que tenía pactada para hoy para poder ver todo lo que acontecía alrededor del evento, pero no es menos cierto, que tanto mi mujer como yo logramos evitar el bostezo, ella enganchada a su Twitter en la red, y yo respondiendo mails atrasados.

No fue apto para ávidos consumidores de las buenas movidas dialécticas. Ni mereció siquiera ser cambiado por un torneo del Masters 1000 que emitía otra cadena. Pero una vez deglutido; se podría admitir que hubo algunos pequeños rasgos a reseñar. Algún reborde con brillo, en esa otra cara de la moneda, a la que casi por sistema recurro, con la ilusión de encontrar lo que por ningún lado se ofrece.

Prefiero por siempre pecar de inocente que correr el riesgo de perderme, desde la primera fila, el fenómeno de la bondad humana.

El opuesto de la verdad, decía Buñuel, no es la mentira, sino la razón.

La ausencia de agresiones de corte ofensivo, a la que tan aficionados son nuestros políticos mediterráneos, así como la falta de un plan de destrucción del adversario, basándose en asuntos personales, resultaron notables. Más que consensuados puntillosamente parecían ser producto de una espontánea saturación de las conductas corrosivas.

Hubo interpelaciones, hubo críticas, pero ninguna de aquellas que dejan los nudillos y mandíbulas contraídos, o los hombros en falsa escuadra.

Evitaron tirarse los trapos más sucios del acontecer nacional y de dominio público a la cara, declinando los rutilantes aplausos de su respectiva parroquia.

No se acusaron con sus pertinentes y grotescos casos de corrupción, ni con los más gruesos y conocidos errores del pasado, ni se enzarzaron en una disputa para apropiarse del copyright del final de la violencia armada en el País Vasco.

Parecía haber respeto mutuo. Todo se convertía en un gran bostezo.

Cerraron el debate, con proposiciones de ayudarse mutuamente en los asuntos más importantes, aquéllos donde las papas queman actualmente. Se propusieron diagramar un esquema de productividad laboral, y continuar dando los pasos necesarios en la consolidación de la paz con ETA.

Inmediatamente después de terminar, leí y escuché todas las opiniones que pude, vertidas desde la inmediatez, como mi impresión inicial, usando los patrones clásicos para medir el antagonismo, la rabia rival.

En los medios informativos de la izquierda se daba por ganador a Alfredo Pérez Rubalcaba (socialista) por amplia diferencia, y en los de la vereda de enfrente a Mariano Rajoy (Partido Popular, derecha) por idéntico margen.

Horas más tarde me percato de que ya no siento la misma desconfianza y desazón que sentía, frente al más que posible período de políticas conservadoras que se nos avecina, las cuales percibo como el arribo de la plaga del Tea Party ibérico, el expolio de las hordas neo cons.

Acaso estos políticos alejados de esas grandilocuentes frases, de esas brillantes exposiciones, de los debates apasionados, justamente a merced de sus condiciones como ayudantes de los líderes natos, y en la necesidad natural de contar con el otro como razón de ser; les haya sido dado con mayor facilidad, que a los egos insaciables, el entender que para salir de esta situación nos necesitaremos todos, y quizás les haya resultado incluso más sencillo deponer las actitudes soberbias, acorde con sus naturalezas más proclives al servicio que a la vanidad.

Y este somnífero, haya sido entonces el mejor debate posible de todos los que se podían producir.

O quizás, como tantas otras veces, termine dándome de bruces con la realidad, y éste sea uno más de esos espejismos, a los que la búsqueda del positivismo en la otra cara de la moneda me acerca, cada vez que percibo el riesgo de que el azul termine convirtiéndose en gris.

En cuyo caso, siempre nos quedará la sentencia de Buñuel.

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