Por: Martín Guevara
Volvía a mi casa de León después visitar a mi familia política en Madrid, y antes de decidir si tomar la autovía de peaje, que está infectada de barreras improvisadas por pivotes e hitos refulgentes, y vallas de cemento para proteger a los obreros, que según Fomento ultiman los trabajos de retoque de la carretera a dos años de comenzados, o si tomaba la gratis, de un carril por dirección, que iba serpenteando la montaña, me percaté de la presencia de un insecto de aspecto amenazante en el interior del coche, en medio de las curvas serpenteantes de la A-6.
Fui arrimándome hacia el arcén para efectuar una parada de urgencia, soy severamente alérgico a las avispas, más de lo que cualquier conductor en la autopista lo es de por sí, a que le entierren un aguijón plagado de sustancias ardientes en el pescuezo, en pleno ascenso de salida de la ciudad en hora punta.
Conseguí un buen lugar a salvo de los agentes del orden, celosos de los estacionamientos correctos, paré justo en la entrada de una vía de servicio, inmediatamente me bajé, dando manotazos a diestra, siniestra, delante y detrás como un poseído. Daba tales ganchos y jabs al aire, que en ese momento habría noqueado incluso a Scarpino, el chico bravo de mi escuela primaria. Me quedé un rato dando pequeños saltos histéricos.
Una vez que alejé a aquel diminuto demonio de las cercanías de mi nuca, bebí de la botella de agua y me tomé un descanso, prematuro, ya que acababa de empezar la marcha; pero la temperatura, el cielo con sus nubes, el color y transparencia del aire me invitaron a dar un pequeño paseo. Me acerqué a unos arbustos a bautizarlos como mis toilettes improvisados y cuando sostenía mi instrumental y miraba al horizonte, reparé en el tamaño notable de la cruz del Valle de los Caídos.
A una gran distancia se distinguía perfectamente, mucho más que el monasterio de El Escorial, esa magnífica obra ordenada por Felipe II y construida por Juan Bautista, que está a su lado. Nada me habría causado escalofríos de no ser que esa desmesurada cruz, situada también en las inmediaciones de El Escorial, es el mayor homenaje europeo al totalitarismo, casi de manera oficial. Allí descansan los restos de José Antonio Primo de Rivera, creador de Falange española, y de Francisco Franco, uno de los cuatro mayores exterminadores de la Historia de Europa, a saber entre Adolf Hitler, Yosef Stalin y Benito Mussolini. Franco mató más del doble de españoles que los que murieron en cualquier otra contienda con naciones extranjeras.
El sitio más incomprensible y anacrónico de toda Europa Occidental.
Regresando al automóvil pensé que, justamente en estos días, la actualidad nacional está colonizada por dos hechos relacionados con el espíritu de esa cruz, uno de carácter irreversible, la muerte de Manuel Fraga, y el otro, el juicio al juez Baltasar Garzón, quizás más irreversible aún si cabe.
Es recomendable no descuidar demasiado las andanzas del discurso del inconsciente, así como la de los simbolismos.
Fraga, conocido en los últimos años por desempeñarse durante un período importante al frente de la presidencia y presidencia honorífica del Partido Popular, el partido de derecha español, una agrupación que aglomera en su interior a una fauna variopinta que va desde lo más evolucionado y europeísta del centro derecha hasta lo más rancio, conservador y reaccionario del panorama nacional. Partido que aglutina todo el espectro de la derecha española, por cierto de mucho arraigo de masas, no quedando fuera de este, como en Francia, Alemania, Holanda o Austria, la ultraderecha, que allí se aglutina en partidos competidores y competentes.
Pero los primeros pasos de Fraga distan mucho de haber tenido lugar en un ámbito democrático, ni siquiera levemente autoritario. Sino que formó parte, durante aproximadamente veinte años, del gobierno del dictador Francisco Franco, como ministro de Turismo y en el desempeño de otros cargos. Durante su paso por el poder, y bajo su mando, se cometieron tropelías que llegaron incluso al asesinato, al terrorismo de Estado, tan libremente practicado durante los casi cuarenta años que duró la mano dura del tirano español.
Sin embargo, sus claroscuros en la vida autoritaria fueron parcialmente blanqueados durante el período de transición que caracterizó a la política española, para poder establecer las pautas de la convivencia y la paz, por vez primera en mucho tiempo en el país ibérico. En este esfuerzo, Manuel Fraga no solo toleró cambios sino que colaboró en el retorno de todas las fuerzas políticas. Incluidas las proscritas con mayor celo, como el Partido Comunista, y su máximo dirigente Santiago Carrillo, así como Marcelino Camacho de Comisiones Obreras. Luego dirigió al partido de la derecha en la era democrática, hasta que fue sustituido al frente de la agrupación por José María Aznar, quien fue presidente del país en dos legislaturas antes que Rodríguez Zapatero. Incluso en esta última etapa, el veterano Fraga en más de una ocasión se manifestó, con respecto de las intrigas interinas, por la obtención del poder y tomó partido por el ala más templada. Manuel Fraga invitó a Fidel Castro a la comunidad gallega para que conociese la tierra de sus antepasados. Allí, donde muchos quisieron ver una cotradicción, no hay sino coherencia, tampoco Franco escondía su simpatía por el por aquel entonces joven maquiavélico, descendiente de gallegos, maestro en el arte de la confusión y de la permanencia en el poder. No escondían cierta fascinación mutua.
Estos días se le han rendido homenajes a Fraga como de jefe de Estado. Se ha tratado su figura y aporte como de caracter imprescindible para la transformación democrática española. Se le ha concedido, con notable holgura en torno a la verdad, el honor de haber sido, junto al rey, el padre de la paz y la armonía en tierras del Cid.
Baltasar Garzón, sin embargo, es un hombre íntegramente formado en el período democrático y conocido por su actuación civilizadora y contributiva al progreso de España y a la toma de distancia de la nostalgia por su identidad feudal. Garzón se empleó a fondo como adalid de la justicia en la lucha contra ETA, contra la guerra sucia durante el gobierno de González, representada en los GAL, en ambas con los elogios y el apoyo incondicional del Partido Popular. Se hizo un nombre a nivel mundial en la lucha contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad, dio orden de extraditar a Augusto Pinochet, se empleó contra elementos criminales de los últimos gobiernos militares de Argentina y cometió la terrible imprudencia y candidez de iniciar un juicio contra la corrupción que azotaba al seno del Partido Popular. Su mayor osadía fue abrir una causa contra el franquismo, en la que más que perseguir a los asesinos de ciento veinte mil personas en la posguerra civil, los llamados paseados, ya que eran baleados durante un paseo y mal enterrados al borde de los caminos y carreteras de entonces, procuraba esclarecer los hechos y darles correcto entierro y trato a las víctimas.
Cabe decir que, aún hoy, los familiares de más de cien mil personas asesinadas no han sido autorizados siquiera a poder desenterrar los huesos de sus familiares y a recibir el trato de víctimas, equiparable a otras, que, con que fuesen atendidas en su dolor y sus reclamos solo con el diez por ciento de dedicación y deferencia que se les otorga a las víctimas del terrorismo de ETA, estarían más que satisfechas.
Esta temeridad le costó a Garzón dos cosas.
Una fue que el sindicato Manos Limpias, organización de clara y diáfana ideología fascista, lo denunciase y fuese admitida a trámite tal denuncia por los juzgados, y la segunda es que los delincuentes investigados también lo denunciasen por presuntas escuchas irregulares en los interrogatorios de los reos con sus abogados. Tiene una tercera causa por haber cobrado dinero del Banco Santander en una conferencia universitaria que impartió en los Estados Unidos.
Aún concurre una cuarta razón, que no constituye causa judicial, y es que algunos consideran que Garzón era proclive al espectáculo. Y muchos otros observamos, bendita la hora en que se convirtieron en noticias mediáticas, la desaprovación de semejantes conductas y la persecusión de sus ejecutores.
De las tres causas oficiales, la última era la menos mediática, aparte de que introducir a la empresa de Botín en esto, quizás, no sea la mejor manera de tener la fiesta en paz. La de los crímenes del franquismo levanta, aunque a la vista está que no lo suficiente, un alto grado de simpatías y apoyo popular e internacional al juez y puede proveer una importante e inasumible cuota de desprestigio para el país. Y la tercera es donde más probablemente sea demostrable que el procedimiento de escuchas no era todo lo legal que se podía requerir y que a la sazón es el caso en el cual, de llegar al fondo, dejaría al decubierto una importante red de corrupción en torno y en el corazón del partido del actual gobierno. A todas luces, tenía éste las papeletas para ser el primero de los juicios en celebrarse.
En un país donde los juicios demoran una media de cinco años, donde los acusados de delitos graves en la causa en que se juzga a Garzón aún no se han sentado en el banquillo; en un país que congrega la mayor cantidad de reos de toda la Unión Europea, con mucha diferencia sobre el segundo, ya que alberga a más de 65 mil presos comunes; en el que más billetes de 500 euros circulan sin declarar y en el que más se evade al fisco de toda Europa, el juez Garzón ya está sentado como acusado con una premura digna de las más depuradas y veloces justicias.
Si Garzón quedase inhabilitado como juez después de este caso, no importaría ser más o menos indulgente en la siguiente causa por juzgar, que sería la del franquismo, así como no importaría una demora más o menos extensa en la celebración de éste.
Paul Preston, el prestigioso historiador del franquismo, caminaba por las calles de Madrid en estos días advirtiendo que convendría una reflexión de los tribunales encargados de juzgar a Garzón, ya que lo que está en juego es la existencia de la democracia misma; ya que en casi todos los procedimientos a terroristas y malversadores, así como a componentes del crimen organizado, se les ha aplicado el mismo tipo de escuchas y, cuando han quedado invalidadas porque un abogado ha interpuesto recurso, los jueces que habían dado la orden de efectuarlas no han sido juzgados por tal causa, ni importunados de manera alguna.
Vivo en España, agradecido por todas las oportunidades de sentirme uno más entre todos, por el calor humano recibido por sus habitantes, tan amables, tan cercanos, agradecido por sus aciertos, y soy participe de sus errores, de sus fracasos más recientes, todos participamos de la ingente fiesta del gasto continuado y el consumo desmedido que derivó en la actual crisis. Vivo en España y aquí me quedaré para ayudar también a levantarla, con mi hombro, con mi sudor y mi responsabilidad.
Por eso no me siento del todo cómodo cuando veo sentado en el banquillo de los acusados a un juez insignia de la lucha contra las peores lacras de la humanidad, nacional e internacionalmente, y en cambio a sus acusados sonriendo, cuando veo el país con más presos de Europa, cuyo común denominador es solo el peso y grosor de la billetera, la policía acusada a nivel internacional de violenta, con el actual partido gobernante sometido al bochorno de una sombra de dudas eterna aunque Garzón desaparezca de la vida judicial.
Sobre todo me siento incómodo viendo como esa cruz, allá en lo alto como la aurora, que pocos meses atrás podía pasar incluso desapercibida por su aparente condición de antigualla, de elemento fetiche de trasnochados decrépitos; sin embargo hoy cobra bríos y da la truculenta percepción de que los rayos de sol que la adornan, acaso debido a los efectos del cambio climático y el cambio en la capa de ozono, pero tal vez por otros imponderables más inquietantes, nos llegan hoy más nítidos que ayer.
Sacudí mi instrumental, subí nuevamente al automóvil, lo puse en marcha. “¿Para que está el dinero sino para gastarlo?”, me dije. Además se hace tarde. Y decidí tomar la carretera de pago, donde, con toda seguridad, al haber sido construida en la era democrática, no estaría siendo escoltado por una ristra de cuerpos sin descanso al costado del camino, aunque sí por los últimos rayos de sol que lamían la cruz y el altar de los eternos vencedores.