Por: Martín Guevara
Desde hace medio siglo existen puntos de vistas diversos sobre la conveniencia de mantener o no el bloqueo económico a Cuba, así como sobre a quién beneficia o lacera más este anacrónico contrasentido.
Oficialmente la situación es clara. Resulta obvio que el gobierno de los Estados Unidos, que lo ha ido incrementando a lo largo de los cincuenta años, apuesta a su efectividad para derrocar a un tirano que se mantiene a fuerza de represión.
Para el régimen cubano, es una clara violación del derecho internacional, un abuso de una superpotencia contra una pequeña Nación, que somete a buena parte de la población a la carencia de insumos de primera necesidad.
Existe otro punto de vista, que procura llegar más allá de la evidencia, que sugiere que lo que parece ser de gran molestia para uno en realidad es su tabla de salvación y viceversa.
Hay pocos elementos tan cohesionadores, tan unificadores de los pueblos, como el fantasma de la amenaza externa, del enemigo extranjero.
También es cierto que suprimir el embargo hubiese derivado en la inmediata aplicación del mismo nuevamente, con espíritu renovado, aunque esta vez no motivado por el antagonismo de las posiciones políticas, sino por la lógica más elemental del mercado: si no hay “pasta” no hay negocio.
Para abrir el comercio con Estados Unidos, Cuba debería contar previamente con liquidez para hacer frente a los pagos: ¿de dónde se podrían obtener esas divisas? Los beneficios de la economía cubana, en caso de haber alguno, no son ni serán debido a su productividad.
La nula productividad en casi todos los rubros, exceptuando en ciertos períodos muy puntuales el turismo y el azúcar, sumada a la inexistencia de impuestos y tasas recaudatorias, hace inevitable un vacío, un agujero enorme en las arcas financieras del país.
Hablamos de hacer frente a los gastos internos, de moneda nacional. Pero ¿cómo podrían siquiera pensar en pagar la importación de productos destinados al comercio, sin la existencia de un mercado libre, con una moneda de cambio internacional?
Dicho de otro modo, ¿cómo podrían hacerlo sin hacer partícipe a la población de Cuba del consumo de esos bienes y de su comercio, siendo de ese modo también partícipes de las ganancias y del pago de los impuestos? Ello sometería a una contradicción insalvable al sistema que por todos los medios procuró evitar que progrese cualquier iniciativa privada, por modesta que fuese.
Las cosas parecen estar cambiando vertiginosamente en este sentido.
Acorde a esta tercera opción, ambas partes siempre supieron que más que un bloqueo, aquello era la consecuencia inevitable de dos maneras no complementarias de entender la economía. Irreconciliables. Y que por más que una parte hubiese insistido en negociar, habría tenido que abandonar la intención en el primer vencimiento de la primera letra de pago.
No eran sistemas pensados para convivir.
Creo que en los años que dura esta enconada disputa entre las dos orillas, ha habido obcecación de ambas partes, han conseguido imponerse los manejos torpes y poco presentables desde ambas orillas, pero aún tengo una duda.
Estoy pensando en cuál sería la razón por la cual durante tanto tiempo se nos quiso hacer ver desde los órganos oficiales cubanos lo perverso de que el vecino del Norte nos privase del comercio de sus productos y bienes, siendo que precisamente las bases del sistema estaban en prescindir de ese mercado, de esas relaciones económicas. Los mismos órganos se encargaban de que no olvidásemos que dichos productos y su carga ideológica eran debilitadores de la moral comunista. Y por ello, al deseo de disfrutarlos se le conocía en Cuba como “diversionismo ideológico”.
Entonces, ¿a qué venía el intento de utilizar la falta de esos bienes y artículos como chivo expiatorio?
Esto me recuerda al agente vendedor de sistemas de alarma que suele visitar mi barrio, al que, para hacerse con una buena cantidad de clientes, le van como anillo al dedo unas bien inflamadas estadísticas de robos y delitos.
De sombras y flores espinadas.