Por: Martín Guevara
Nunca tenemos mucho más que lo que podemos mantener, soportar, que aquello que estamos dispuestos a gestionar.
En los últimos veinte años he modificado, limado, amoldado casi todas las aristas de las costumbres que había incorporado tras coquetear con la marginalidad y practicar, no sin placer, la evasión de todo tipo de obligación ciudadana, la comisión de contravenciones contenidas en la amplia gama del muestrario de la picaresca popular. Llegué a hilar tan fino en mi afán de convertirme en buen ciudadano, que no tengo ni el más minimo impago en más de quince años, saldé todas mis deudas y llevo años siendo fuente de solución de problemas de mi alrededor. Hago frente a todas las cuentas, todos mis trabajos rinden impuestos, entiendo que hay que pagar algo si queremos que luego cuando seamos un conjunto de arrugas seamos atendidos, las carreteras estén libres de baches mortales, los focos de las luces de la ciudad funcionen y las alcantarillas no huelan a mil demonios.
Aun así, mi enconada dedicación no me elevó a los extremos asépticos que con gesto adusto me place presentarme hoy frente a la corrupción de los partidos políticos en el ámbito nacional español. De tal manera debo admitir que hasta sólo un par de meses atrás:
Cuando me hacían un trabajo en el jardín, o me arreglaban una tubería, aceptaba no reflejarlo en una factura para evitar el pago del IVA.
Cuando podía pasar sin que nadie se enterase unas pocas horas sin trabajar, no importa cuantas más o menos, lo hacía sin orgullo pero también sin demasiados remordimientos.
Si viajaba, comía, bebía, pernoctaba en hoteles o era beneficario de enseres pagados por una empresa, no me entregaba con el mismo ahínco a la tarea de focalizar la procedencia, ni medir con estricta vara la necesidad de tales gastos, como cuando debía pagarlos de mi bolsillo.
Durante la situación de “vacas gordas” o sea cuando había alegría alrededor, viví de fiesta, mientras el mundo, o sea nuestros semejantes, estaban muriendo de hambre y sinceramente a mi alrededor no tuve oportunidad de ver ni un sólo indignado siquiera. Todos, aunque estaban en diferentes salones, formaban parte del mismo festín.
Aun sin creer en los bancos, trabajaba por el dinero capitalista.
No emigré a España para hacer la Revolución, sino más bien pensando en vivir en una sociedad más confortablemente con menor esfuerzo, a sabiendas de que la plusvalía que permitía tal desembolso, provenía de los explotados del resto del mundo.
Cuando había dos millones de parados en España, que era la época de mayor dispendio, de mayor algarabía de la abundancia, me importaban más bien un bledo, mientras que hoy pasamos el día recordando que hay seis millones de desempleados y que ello nos debe conducir a una actitud austera. ¿Qué pasaba? ¿Que dos millones de individuos eran pocas personas, que era un número insuficiente para mostrarse solidario?
En fin, que no llegué a hilar tan fino como me gustaría creer hoy al presenciar cómo huele la cacerola podrida de la política nacional.
Me pongo como ejemplo para no caer además en el peor de los pecados, el del mal gusto; pero en honor a la verdad hay que admitir que en toda España no pasaban de unos pocos puristas, fundamentalistas, rigurosos ascetas, dotados de una predisposición antinatural contra el gozo, aquellos que advertían acerca de las conductas desmedidas del gasto, de las posibles consecuencias de la resaca, de la corrupción generalizada a todo nivel.
La solución dificilmente provendrá de volver a culpar otra vez a los demás, como única medida higiénica, a los sempiternos culpables en la tradición mediterránea: “los otros”.
Vendrá más bien de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir, qué normas somos capaces de respetar, si manteniendo la idiosincrasia mediterránea, la proclividad a la buena mesa seguida de siesta, el escaso apego al trabajo, el reconocimiento difuso de los límites de la corrección, o vendrá de sacrificarnos también nosotros los ignotos, ya que somos la fuente de los célebres del mañana, despedir educadamente a la cómoda ingenuidad que nos lleva a creer, que es posible crecer con una conducta relajada en las normas y pretender que esa misma masa, una vez arribada a un un nivel determinado, por arte de magia, fotosíntesis u ósmosis, consiga dar un giro radical a sus hábitos y transformarse en un ente ejemplar.
El Occidente desarrollado es Roma, con sus virtudes y defectos. Traemos impresos en la tradición la capacidad a lo lúdico, al hedonismo, a la contemplación, la inclinación al disfrute mucho antes que al deber. Hemos convenido en crear en su defensa un sistema basado en la hipocresía que nos ha deparado tantos gustos como sinsabores. Y aunque los otrora bárbaros hayan conseguido a la postre crear un sistema tendiente a la perfección, que ha desterrado el “más o menos” de su lenguaje, un modus vivendi carente de improvisación, de la posibilidad del retraso o la distracción compartida, tolerada, donde son dos cosas totalmente diferentes las nueve de la mañana de las nueve y cuarto de la mañana, debemos preguntarnos si tal fundamentalismo nos seduce lo suficiente como para eliminar las cortinas y comenzar a limpiar bajo nuestras propias alfombras. Ya que teniendo a bien que el deseo de entrar al panteón germánico no nos conduciría automáticamente a una situación socioeconómica como la alemana, siendo más probable que en los inicios desandemos las sendas de tanta tolerancia, adhiriendo a un estilo de vida más cercano al afgano.
Aun acordando en que los niveles de desenfado en el manejo de los dineros públicos de las actuales élites en España son ya insostenibles y hay que aplicar un cortafuegos de inmediato porque traspasa lo delictivo, más urgente todavía y sobre todo más conveniente que llevar a la eterna pira a los chivos expiatorios de turno, sería debatir de manera madura, adulta, sosegada, entre todos los implicados, qué tipo de sociedad queremos. Si queremos y podemos ser como demandamos de los “demás”, o si preferimos esperar por la próxima marejada, la próxima ola de bienestar, que por supuesto en caso de llegar, costará como siempre toneladas de sangre sudor y lágrimas.
Porque la pregunta íntima, que cada uno podría ir formulándose a sí mismo, sería: ”Si convengo en transgredir las normas consensuadas, con la consiguiente desautorización moral, con el fin de beneficiarme de cuatro euros, ¿qué no sería capaz de hacer, tirando de la misma categoría ética, frente a la posibilidad tangible de un pellizco que solucionase al resto de mis días?”.
Bajo un sólo condicionante tan simple como escasamente practicado: respondernos por una vez con total sinceridad.
Conviene ser precavido con las expresiones de deseo, siempre se corre el riesgo de que acaben haciéndose realidad. Porque en la otra cara de la moneda en la cual figuran de una lado la corrupción y la relajación de la conducta, se encuentran como ascendientes a Baco y a Epicuro, del mismo modo que en en el reverso de la que aparece la práctica de la tolerancia cero, el automatismo y la perfección, se precian los sellos del calvinismo y y la fé coránica.