Por: Martín Guevara
Hace unos años Valeria me envió desde Buenos Aires una partida de nacimiento y una constancia de antecedentes penales que atestiguaban, una, que ya no era tan jovenzuelo como aparentaba y la otra, que no había que preocuparse demasiado por ese agudo resquemor que parecía residir en los confines de mi mirada. Ambos documentos me habían sido solicitados para completar un trámite de la Unión Europea y mi amiga se ocupó de la diligencia a la distancia.
Cuando me llegó el sobre con los papeles la llamé para decirle que estaba todo en orden y para darle las muchísimas gracias; entonces me dijo:
-¿ Te fijaste quién es el juez que las firmó?
No había reparado en ello. Estaban firmados por la jueza Servini de Cubría, cuyo nombre ya en aquellos días era célebre en Argentina. Pero no fue hasta hace pocos meses atrás que su fama cruzó el charco y se instaló en la actualidad española, cuando cursó un pedido de extradición de cuatro torturadores de la dictadura franquista, para someterlos a la justicia argentina. Dos de ellos ya han fallecido y dos están aún vivos y con sus facultades intactas para ser procesados.
La justicia española tiene dos posibilidades ante la petición de la jueza argentina, una es acceder a su extradición y la otra es asumir su competencia y juzgar el mismo hecho en suelo español.
No es que se esperen grandes sorpresas toda vez que ya ha negado que los vaya a extraditar. Se podría decir que no se ha prodigado la justicia española en ayudar con esta finalidad a la justicia argentina.
Todos los delitos del franquismo han quedado impunes y en algunos casos hasta han sido glorificados más allá de la dictadura.
La semana pasada, el 12 de octubre, asistí a la inauguración de un monumento en la memoria de los 1511 cadáveres de personas de todo el país incluso cuatro argentinos y dos cubanos, que fueron arrojados a una fosa común en el cementerio de León tras ser asesinados en diferentes puntos de la provincia, donde por más de setenta años sus restos se revolvían inquietos, encimados, sin contar siquiera con una placa hasta ya pasado un tiempo prudente de la instauración de la democracia.
Lo más llamativo fue escuchar que en todos estos años, las asociaciones que se hicieron cargo del memorial recibieron escasa ayuda desde la Diputación de León o el gobierno central, en comparación con las subvenciones que recibe la Fundación Francisco Franco.
El acto de congoja por los muertos en la Historia no encarna una reivindicación por los ideales o procederes de las víctimas, sino una posición frente a los métodos de divergencia, una contrición colectiva. Una sociedad que no repara los daños causados por las contingencias terribles de su Historia y no tiene la humildad de pedir perdón a las víctimas por el dolor causado en nombre de las instituciones, difícilmente consiga cerrar las heridas y crecer en paz. Sea cual fuere la ideología de víctimas y verdugos.
El fin no justifica el método.
Ni tampoco el homenaje y la muestra de respeto y de dolor por los padecimientos atravesados legitima ideas. Ello debe evaluarse en el contexto adecuado, entre quienes continúen siendo depositarios ideológicos de la fe de los caídos.
En la amargura del alma del pariente humillado durante tantos años, lo que se reivindica no son los ideales de los muertos, sino los método para silenciarlos. La falta de respeto por la vida en general y por la humana en particular.
Aunque en este país la Historia fue muy contundente y constatable.
Se me hace difícil imaginar el paralelismo situado en alguno de los tres países de procedencia de los monstruos del apocalipsis europeo aparte de Franco: Alemania, Rusia e Italia. Donde si bien es cierto que cada circunstancia difería en muchos puntos y los cuatro dictadores fueron verdaderamente diferenciables, también lo es que aquello que los unió lo hizo de tal modo que es más que suficiente para agruparlos en un selecto conjunto que la Historia se haría un flaco favor en olvidar.
Hago el esfuerzo de suponer una Alemania donde durante éste último medio siglo no hubiese sido sorprendente ver esvásticas flameando en estandartes, adornando ministerios, antiguos cuarteles, sin más resistencia institucional que la de algunos criticadísimos alcaldes demócratas que muy de vez en cuando se atreviesen a reemplazar el nombre de una Avenida Goebbels, Göring o Priebke, por el de Avenida de la Constitución, Hannah Arendt o Bertolt Brecht, donde aún no hubiese tenido lugar un manifiesto conjunto de condena del Nazismo por parte de todos los partidos políticos, la sociedad civil y militar, una Alemania que hubiese permitido el regreso de los judíos y comunistas, con la condición de que jamás se juzgase ni siquiera moralmente los hechos de los campos de concentración, del exterminio de los pueblos, de la Solución Final.
Aunque no me cueste demasiado imaginar a los alemanes obedeciendo a rajatabla la orden de la batalla en lugar de la actual directriz de paz, lo cierto es que los acontecimientos afortunadamente tomaron otros derroteros.
Nadie podría imaginar que en la Karl Platz de Viena no esté el recordatorio de las víctimas del nazismo, donde funcionó la Gestapo.
Nadie puede imaginar a Liverpool sin su museo de la esclavitud reconociendo la brutalidad que no fue óbice para que el desarrollo económico propiciase el paso del colonialismo al capitalismo.
Nadie puede imaginar una estatua de Stalin en la Plaza Roja actual, ni siquiera en la era de Brezhnev.
Y aunque ciertamente el aire de Berlusconi nos traiga reminiscencias de su estampa e impronta, tampoco nadie puede imaginar una Italia donde se permitiese venerar a Mussolini, así como una Rumania donde no se hubiese ajusticiado a Ceacescu, su Duce comunista.
Pero sí tenemos en España un Valle de los Caídos donde la ultraderecha universal puede ir a rendir tributo, a presentar sus respetos por los servicios brindados a la causa antidemocrática a sus autores intelectuales y materiales allí enterados y glorificados, junto a miles de muertos prisioneros de las canteras a los cuales se les niega cualquier honor que destaque por encima de sus ejecutores.
Esto, que sería imposible de pensar en el resto de Europa, hoy mismo sería también difícil de encontrar en cualquier parte del mundo, si hasta Chile, con un ejército de carácter y espíritu prusiano y una población no demasiada desafecta al autoritarismo, incluso tiene 800 procesados por la represión en tiempos de Pinochet, con cifras muchísimo más modestas en cuanto a ejecuciones.
España es detrás de Kampuchea el segundo país con más cunetas y zanjas de asesinados del mundo, con una ventaja sobre su competidor inmediato, que en Kampuchea no se ha escatimado esfuerzo institucional para abrirlas y dar a conocer la Historia del país, buscando cerrar esa dolorosa herida, mientras que en España, cualquier juicio sobre el capítulo más terrible de su Historia se encuentra bloqueado precisamente por quienes deberían garantizar su clarificación: el Estado.
Las heridas y los fantasmas desean descansar y quedar atrás de una vez y por todas.
A nadie escapa que es sensiblemente más complicado invitar a pedir perdón y clemencia a los vencedores que a los vencidos.
Franco gobernó durante casi cuarenta años luego del golpe de Estado y la guerra, infundió el tipo de terror que queda casi impregnado en el ADN y sobre el final de su vida tuvo oportunidad de participar en la modernización del país, por lo cual hubo generaciones que aunque saben que existe algo muy tenebroso que desconocen con denuedo y que no quieren destapar para no tener de qué avergonzarse, cierto es que vieron algo de luz en las postrimerías del franquismo que los ha llevado a afirmar, junto a enormes dosis de cinismo, que la vida no era tan dura bajo el mandato del tío Paco, el mismo que jamás rompiera relaciones comerciales con Cuba.
Y es comprensible que precisamente por tratarse del vencedor, tanto las fuerzas proscritas de izquierdas, como los nacionalistas, y los mismos falangistas acordasen aceptar sus condiciones, para ingresar por primera vez en un sistema de corte socialdemócrata. El hecho más feliz y acertado de la Historia de España.
Pero también lo es que quizás ha llegado el momento de aplicar algo más que un paño caliente de vez en cuando, antes de que fenezca el último agraviado por dichos horrores y el último de los responsables. Porque precisamente el respeto y la verdad serán una amalgama indestructible para curar y fijar el proceso de crecimiento, la democracia y sobre todo la concordia.
En algún cajón en España se deben encontrar aquellos papeles firmados por la jueza Servini de Cubría que me fueron solicitados y que Valeria me envió.
Y aunque no se puede saber hasta qué punto es viable la diligencia de la jueza argentina, me gustaría pensar que como mínimo su voluntad de hacer justicia no tuviese menos crédito y validez que la que la propia justicia europea le dio como correspondía a su firma, cuando certificaba mi lugar y fecha de nacimiento y aquellos venturosa y casi vergonzosamente impecables antecedentes penales.