Por: Martín Guevara
Fue el rock, el pop y las hordas del beat quienes dieron el do de pecho sacando del anonimato o de la sospecha al activista anti-apartheid Nelson Mandela, suplantando a toda esa mezcla masiva de voluntades, inocentes las menos, pícaras, bribonas y mal intencionadas la mayor parte, que siempre van por ahí pregonando con cantos de promesas políticas lo que no pueden ni siquiera cumplir en el mullido, inofensivo y tibio ámbito del hogar.
El mundo del show pop abrió las puertas del lustroso mundo desarrollado a Mandela, como unos años antes había propiciado que la gente no fuese acorbatada a la oficina, ni apaleada por usar el pelo largo, ni por ir de la mano de otra persona del mismo sexo, ni por mezclarse entre las razas e intercambiarse el acervo cultural, del mismo modo que había dado pie a las libertades individuales, al derecho de acceso igualitario al arte, al ocio y a la diversión.
Sin embargo algunas personas nos preguntamos ¿por qué todos esos periódicos que no contratarían a un bereber, a un subsahariano ni a un gitano ni siquiera para hacer de Baltazar el día de Reyes Magos, y todos esos que se tocan la cartera cada vez que pasa por su lado un negro, un marrón, un indio, y todos esos en cuyo lenguaje contienen y acunan el odio y la esclavitud propia a flor de piel hoy están tan afligidos por la muerte de Mandela?
¿Estarán enviando el mensaje de que si un día les tocase ser juzgados preferirían con creces la punitiva de reconocer todo en un santiamén y ser perdonados de inmediato para siempre?
Tal vez los mismos que nos preguntamos si tiene una pálida idea de la Historia, de cómo fueron tratadas las libertades individuales por todos los comunistas, aquel joven que se pone un pin de Lennon, y no digamos ya uno de una hoja de cannabis, al lado de uno con la cara de Trotsky o del Che Guevara.
También me pregunto si el hecho de que tenga tan unánime acogida la pena por semejante pérdida se deberá a que el sistema consiguió fagocitar y metabolizar el mensaje de Mandela, consiguió sacar partido del la conmiseración por las personas portadoras de un tipo de piel, alejando el foco del verdadero peligro de que la gente interprete que la única liberación posible pasa por fundir la cultura, a la verdad sin tabúes y a una imprescindible cuota de valor para poder acometer la experiencia del cambio, o si al ver que de ningún modo podía vencer a semejante monumento a la dignidad humana, semejante canto a lo mejor del espíritu, el sistema se dio a su adoración como si se diese sin complejos a la bebida en horas ociosas.
Noventa y cinco años, y la gran mayoría de ellos de compromiso político, es mucho tiempo, y no lo sé con exactitud pero creo estar interpretando bien a mis allegados cuando al escucharles decir que Mandela es el ejemplo de hombre, supongo que se refieren a los auspiciados eslóganes de la igualdad de oportunidades de las razas, a la reconciliación y la paz, y a los juicios de la verdad y el perdón, que sin dudas, luego de lo que pasó en manos de sus captores, son para mí lo más destacado de su ejemplo y lo que debe quedar como un legado a la humanidad. Haríamos un buen favor en incorporarlo como una práctica recomendada a nivel mundial tras cualquier sistema en los que hubiere habido excesos de represión o serias sospechas de cualquier deliro sobre sus dirigentes. De ese modo la transición española no adolecería de la falta de justicia que ostenta hoy, ni se irían de rositas los secuaces de los dictadores de ningún barniz ideológico.
Pero Mandela fue mucho más. Fue por ejemplo un gran amigo de Fidel Castro, fue rechazado de plano por todo el sistema de democracias occidentales cuando se pedía por su libertad desde las asociaciones del Tercer Mundo. Era considerado poco menos o más que un terrorista, ya que durante un largo período Mandela tuvo la convicción de que la única manera de erradicar el Apartheid era la lucha armada.
Pasó una cantidad de tiempo en prisión tan ingente, en condiciones tan duras y ajenas, que se me hace imposible concebir con cierta seriedad la cifra en años propios, en tiempo cronometrado, ante el riesgo latente de que esa condición psicológica o subjetiva según San Agustín, que convierte al tiempo en la categoría filosófica más abstracta frente a la concepción platónica que entendía el tiempo como la imagen móvil de la eternidad, termine por hacerme creer que de algún modo sus horas tenían algo que ver con los mías. Mi padre estuvo casi una década preso en condiciones difíciles también mientras yo crecía en el exilio y en parte estuve preso con él, una mitad de mí se planteaba todo desde la pusilanimidad de todos los que me rodeaban conmigo incluido al no hacer todo lo necesario para rescatarlo de su presidio, y esa mitad vivió a un ritmo muy diferente que la otra mitad social, no creció, no mudó, no cambió en otro sentido que en la profundización del morbo, la culpa y el temor. Quizás por eso me identifiqué tanto con la familia de Mandela como con él hasta que pasó al otro lado de los barrotes.
Entonces vi lo que creo que todos vimos, un hombre imposible de derrotar, un hombre imposible de matar, imposible de odiar, un hombre padre de todos los hombres.
El mundo del pop representado en sus máximas figuras popularizó de tal forma la imagen de Mandela mientras aún estaba en prisión pidiendo por su liberación, que nunca podían imaginar que al salir éste los eclipsaría de la manera que lo hizo.
Sacarse una foto con Mandela pasó a ser un objetivo no sólo para mandatarios del mundo entero, sino para estrellas del espectáculo, para multimillonarios preconizadores de lo opuesto al mensaje de Madiba, se había convertido en el osito de peluche de los derechos humanos, de la dignidad humana a la que nunca tendríamos acceso, era una mezcla de Jesús con Lao Tsé, tenía la sangre y la sabiduría. La gente, incluso la intrínsecamente malvada, parecía reconciliarse con ciertos aspectos bondadosos de la especie humana a partir de la existencia de tamaño mito viviente.
Fue un baño de salud para toda la humanidad.
Se fue, pero yo no haré ninguna exhibición de tristeza por ello.
De la misma manera que le ocurre a un amigo, quien me comentó que su deseo para cuando parta es que no vayan a ponerle a su fiambre caras acontecidas y mucho menos semblantes tristes, ya que si les urgiese hacerlo podrían tomar cartas en el asunto mientras aún respira; “pero cuando ya no los pueda ver ni oír -me dijo- ¿para qué?”. De igual manera creo que hoy es un buen día para honrar a Don Nelson estando contentos de que haya vivido en nuestro tiempo, agradeciéndole su vida, diciéndole a su halo ya en marcha, que deseo haber aprendido algo de los pasos que dio, recordándome que se puede ser mejor persona, entendiendo que la venganza es huésped y anfitriona del dolor, rehén y carcelera de un viciado ciclo de violencia ya perimido aunque persistente como pocas cosas. Las palabras que mejor expresan el sedimento que ese hombre leyenda nos dejó no son mías, son de su amigo y compañero Desmont Tutu, el arzobispo galardonado con el Premio Nobel de la Paz, cuando dijo:
“Estoy orgulloso de ser humano porque en esta especie hay alguien como Nelson Mandela”.