Por: Martín Santiváñez
Los latinoamericanos nos hemos acostumbrado al ogro filantrópico. A veces, éste se encarna en un gobierno dictatorial, en un autocráta que canaliza los reclamos populares de forma directa, dinamitando el sistema de partidos. En otras ocasiones, el ogro filantrópico se presenta bajo la dulce apariencia de un populismo carismático de cuño asistencialista, que fomenta la redistribución con el objeto de generar entornos básicos de inclusión social.
El modelo de desarrollo planificado y ejecutado por el Partido dos Trabalhadores de Lula da Silva y Dilma Rousseff es un modelo que promueve el subsidio directo pues se parte de la premisa de que la construcción del Brasil está en función a la capacidad articuladora del sector público. El país responde a una vieja tradición paterno-estatista, mayoritariamente aceptada, y la dialéctica entre las zonas y actores independientes y un Estado con decidida vocación interventora ha sido uno de los motores esenciales de la política brasileña del siglo XX. Sin la tesis estatista y la antítesis de la autonomía no es posible comprender lo que sucede en el Brasil, el triunfo del socialismo dadivoso del PT y los graves problemas del modelo brasileño.
A pesar de las simpatías que genera un liderazgo como el de Lula y Dilma, el modelo brasileño presenta graves problemas de diseño e implementación. Estas críticas han sido banalizadas por la opinión pública global. El PT ha disfrutado, como ningún partido en la historia de Brasil, del apoyo abierto de la izquierda mediática global. Así se ha logrado silenciar las críticas más agudas e imparciales a las verdaderas consecuencias del asistencialismo petista: la corrupción desbocada, la multiplicación de las redes clientelares, la rutinización del patronazgo que fomentan los programas sociales y la desconfianza de la población en la clase política.
Es esta desconfianza la que ha provocado el estallido social en Brasil. El ogro filantrópico petista es también un engendro sumamente corrupto. El mensalao, el escándalo de Cachoeira y tantos otros episodios de opacidad son el signo de la decadencia del control. Porque un Estado ineficaz genera, por fuerza, un control ineficaz, creando oportunidades para la corrupción. Un Estado en perpetuo crecimiento, anclado en el asistencialismo y fagocitado por sendas clientelas partidistas, debilita la calidad del gobierno y compromete el auténtico desarrollo.
Porque el desarrollo en democracia no se construye desde la torre de marfil de los ingenieros sociales y mucho menos desde el atrio sospechoso de los tribunos populistas. El desarrollo integral está fundado en instituciones que redistribuyen de manera eficaz e imparcial, sometidas al control de un Estado profesional y a un liderazgo honesto con voluntad reformista, capaz de trascender los particularismos. De lo contrario, edificaremos gigantes con pies de barro, lo que equivale, infelizmente, a sembrar en el mar.