Por: Martín Yeza
Hace unas semanas un amigo me contó que tuvo un sueño extraño: que teníamos un presidente mudo. Un presidente mudo a quien no le quedaba otra opción más que trabajar mucho, lo suficiente, para que su trabajo “hable” por él. Mi amigo es descendiente de surcoreanos, lo cual me hizo recordar accidentalmente al prestigioso director de cine surcoreano Kim Ki Duk y su película Hierro 3, que a pesar de tener sonido no tiene diálogos. Nadie habla en ella y aun así nos mantiene atentos ante lo que pueda suceder en cada escena.
Me pareció una hipótesis maravillosa para pensar sobre qué calidades se supone que debe revestir un líder para ser representativo del pueblo y, más específico aún, qué condiciones se supone que debe revestir un Presidente de la Nación para poder ser un buen presidente.
Tampoco pude evitar pensar sobre nuestra presidente, quien en 2011 hizo un uso inteligente de las cadenas nacionales para conectarse directamente con la sociedad, pero que en 2012 abusó tanto de ellas que produjo un masivo hartazgo que se evidenció en distintas convocatorias de protesta. Este fenómeno estalló cuando el 3 de septiembre la utilizó por vez 17ª en lo que iba del año, acumulando 15 horas, que en el último caso fue para anunciar, en horario central televisivo, que Argentina era una de las potencias exportadoras de aerosoles y alguna cosa más. Produjo tanta aversión que se marcó un antes y un después en su comunicación. En ese momento empezó a mudar su comunicación hacia las redes sociales, poniendo énfasis en Twitter, desde donde comenzó a marcar el ritmo con una impronta personal y minimalista con declaraciones potentes. Subía 7 u 8 twitts por día que la conectaba directamente con sus 2 millones de seguidores, y que a su vez eran noticia en los principales medios nacionales. Pero como todo… volvió a abusar y ahora hay días en que sube hasta más de 40 twitts. Y logró algo mucho peor que lo sucedido con la cadena nacional: se volvió intrascendente.
Más allá de cuánto escriba o hable la presidente en redes sociales o por cadena nacional, es necesario pensar sobre cuánto necesitamos líderes que estén inundándonos cotidianamente con su presencia en lugar de su trabajo. No subestimo la importancia del carisma y la empatía que pueda tener un líder respecto del sentir y pensar del pueblo, de hecho es muy importante para la representación colectiva, pero los buenos líderes no necesariamente son buenos presidentes.
A su vez no tengo ningún sustento fáctico más que la propia experiencia y cierta intuición, pero tiendo a creer que nuestra sociedad descree cada vez más de la palabra de los políticos -en algo que le debe suceder a la mayoría de las sociedades del mundo-. Así entonces recupera cierta jerarquía la importancia de hacer y resolver problemas. Gestionar, pero gestionar para recuperar la palabra.
Recientemente en una entrevista brindada a La Nación, Daron Acemoglu, uno de los economistas más citados en el mundo y autor del célebre libro Por qué fracasan los países, criticó la noción de “líderes fuertes”, diciendo que los países ricos como Argentina cuando retrocedieron fue porque sus líderes además de practicar una mala redistribución de ingresos también se han ocupado por destruir paulatinamente la institucionalidad en pos de instalar su nombre para trascender en la historia, lo que los sitúa por sobre la resolución de los problemas del país. Acemoglu cierra diciendo: “Creo que los argentinos deberían rezar por un presidente cuyo nombre fuera totalmente olvidable”.
Esto implica pensar la idea de “liderazgo fuerte” y lo que para nosotros significa culturalmente. En mi caso creo que está atada inevitablemente al grito, y también a la noción de personas que nos dan grandes explicaciones sobre cualquier cosa. Que amontonan gente en actos y que poco se interesan por lo simple. De hecho, el mejor Kirchner es el que menos preocupado estaba por la comunicación y el peor Kirchner es el que empezó a preocuparse por qué titulaban los medios de comunicación.
Liderazgo débil, en tanto aptitud para el diálogo, escucha y tolerancia de críticas, preocuparse porque un Gobierno funcione, y posea una actitud democrática en su relación con otras fuerzas políticas y la no persecución ideológica constante del que piensa fuera del orden mayoritario.
En Argentina hay algunos ejemplos que permiten esperanzarse con que quizás podamos tener un presidente que hable poco y haga lo que tenga que hacer para que las cosas funcionen. Quizás el sueño de mi amigo, cual película de Kim Ki Duk, sea posible.