Por: Martín Yeza
El domingo la ciudadanía eligió a los candidatos para las elecciones generales de octubre y sobre esto se está escribiendo mucho. Todo lo que he leído hasta hoy se vincula a si termina el ciclo o no, a si Cristina seguirá siendo Presidente reformando la Constitución o no y si pierde o gana un diputado más o menos. No es parte de mi intención indagar sobre eso, sí sobre algo que no necesariamente es más profundo pero sí prescinde del análisis electoralista.
En Le Monde Diplomatique de julio se publica una encuesta de la consultora Ibarómetro sobre “ideología” en general y de la clase media en particular. En los números de la estudio se muestra que la clase media tiene tendencias más progresistas que la sociedad en su conjunto. De esta manera se expone que un 57,5% cree que es mejor estar asociados a países latinoamericanos antes que a Norteamérica y Europa, los cuales ostentan un 21,5% de adhesión; también que un 53% frente a un 31,5% cree que la democracia existe para garantizar la igualdad antes que la libertad; y un abrumador 69,1% frente a un marginal 13,7% cree que el Estado debe intervenir mucho en la economía.
No tengo estos mismos datos sobre mediados de la década del noventa, pero uno puede inferir intuitivamente que estas cifras no serían las mismas. El kirchnerismo ha penetrado culturalmente desde el “relato” y ha triunfado sobre el tono de las presunciones políticas para la discusión democrática. Si alguien quiere tener algún nivel de chance competitiva para la Presidencia de la Nación, difícilmente pueda lograrlo desde una posición ultraliberal sobre el rol del Estado. El kirchnerismo ha tallado los contornos de lo políticamente correcto y ha puesto minas de culpa en la tierra política sobre lo que se puede pensar, decir, y lo que no.
Estos números arrojan una serie de dilemas sobre los que es menester reflexionar, como por ejemplo si hay que ser kirchnerista sin decirse kirchnerista, o si hay un kirchnerismo bueno y un kirchnerismo malo; también sobre si estamos en una sociedad realista y pragmática acorde a los tiempos que le toca vivir o si en realidad no tenemos muy claro -como sociedad- lo que queremos, y por último qué rol deben cumplir los partidos políticos sobre esta aproximación de realidad.
Queda claro que el relato kirchnerista deja una huella importante y profunda, pero que ni su propuesta electoral ni las acciones desde su gestión gubernamental están a la altura de las circunstancias. Esto abre una enorme oportunidad hacia el futuro, incorporar elementos dentro de la narrativa vigente que se vinculen más a lo fáctico que a lo enunciativo. Existe un divorcio entre la palabra y los hechos, lo cual explica también la desconfianza masiva que se percibe en la palabra homogeneizada de la mayoría de los candidatos, que parecen casi todos del mismo partido político.
No sé cuan sano es sentir gozo mental por un previsible e institucional final de ciclo en 2015, porque en definitiva es lo que corresponde. Tampoco sé si decir muchas veces “final de ciclo” produce un final de ciclo. Creo que más que pensar en si un ciclo termina o no, se deben empezar a distinguir los elementos que queremos tenga el próximo ciclo.