Por: Martín Yeza
La oposición también es populista, dijo Sebreli, y tiene bastante razón. No sé si todos pero sí muchos lo son. La cultura del consumo, de la (in)satisfacción rápida, lleva a un ritmo vertiginoso en el que es difícil plantear visiones que superen la coyuntura. A esto se agregan necesidades mezquinas, escaso nacionalismo -porque parece que decir nacionalismo ahora no da- y una cultura política basada en la desconfianza que dilapida cualquier intento que se haga por construir relaciones institucionales entre distintas fuerzas políticas.
Hay una serie de dilemas no resueltos por la vida democrática de nuestro país entre los que se incluyen la antinomia entre individuo y sociedad, en donde nos quieren convencer que el progreso individual va en detrimento del conjunto, o que el progreso de una parte importante del conjunto debe necesariamente atentar contra el status del individuo; también entre libertad e igualdad, decir igualdad te hace de izquierda y decir libertad te hace de derecha como si fueran valores que debieran ser discutidos como en una tribuna de fútbol y no como elementos genéticos e inescindibles de la democracia; y por último, transformación e instituciones, si hace puede robar y si respeta las instituciones puede no hacer nada… No se puede pensar que es posible transformar y tener una visión que considere instituciones sólidas que controlen esa transformación.
Desde hace unos años en Argentina y buena parte de Latinoamérica, parece ser que derecha es una mala palabra y para atenuarlo se dice “centroderecha” y, lo mismo, lo correcto es ser de “centroizquierda” porque ser de izquierda está asociado a la palabra “utopía” y si le agregás centro parece que “aceptás la realidad”. La izquierda parece haber logrado ser depositaria del monopolio de las buenas intenciones, y en el medio de todo esto tenemos en general una dirigencia política que parece fabricada en serie, con el mismo chip. Y claro, tampoco podemos olvidarnos al que dice que no existe la ideología, que razón no tiene, pero sí da en el clavo de lo ridículo que es decir “derecha, izquierda y centro” para querer significar algo.
El actor principal de nuestra historia política reciente ha sido y por ahora es el peronismo -y el radicalismo desde un lugar secundario-, que propuso una fórmula novedosa para la inclusión en la Argentina paqueta con excluidos de la década del 40. Ese mismo peronismo que fue perdurando en los años pero que no fue adaptándose a los cambios culturales y humanísticos de la sociedad actual. Post-Perón, hay una agenda que el peronismo no logra resolver, que es la de la modernidad. Una modernidad que implica un cambio de visión luego de la caída del muro de Berlín y la explosión del avance tecnológico. Una modernidad que hace que un pibe con una computadora sea capaz de crear una plataforma que factura lo mismo o más que una compañía de petróleo. Entender esto le cuesta horrores a nuestra dirigencia política que cree que la panacea de las soluciones son los planes sociales, los buenos discursos, dar bien en la tele y cerrar acuerdos con empresarios amigos. Quienes somos parte de una generación que viene trabajando y pensando sobre el futuro de Argentina tenemos que ser capaces de entender que no todo tiene que ser ya y que quizás hay que bancarse un par de bifes, que los procesos se construyen, y que es necesario empezar a mirar a nuestro país sin visiones cortas y excitadas.
Es casi nuestro deber generacional plantar semillas de modernidad en la cultura política. En todos sus órdenes: local, provincial, nacional e internacional. Semillas de modernidad que frente a la corrección política opongan realidad y que frente a mercado o inclusión propongan mercado con inclusión. No es imposible. Es quizás el principal desafío que nos toca. Semillas de modernidad a la hora de pensar los procesos productivos. Insistir con la inversión por sustitución de importaciones y que no hayan inversiones, ni se produzca lo que no se importa, cuando la tecnificación del trabajo en las industrias primarias permite que el hombre requiera niveles de conocimiento cada vez más sofisticados en una Argentina donde sólo el 65% termina la secundaria, es ser obtusos. El mundo cambió y las demandas son complejas, al punto en que cada uno podría ser feliz trabajando de lo que le gusta y así evitar políticas dirigistas del Estado que intenten satisfacer necesidades de mercado más que la búsqueda de la felicidad de la ciudadanía. Semillas de modernidad para cosechar liderazgos democráticos, que la política no sea vivida como una forma para en 8 años salvarse de por vida. Experimentarla con tranquilidad, como a cualquier trabajo, cultivando vitalmente distintas dimensiones, culturales, artísticas, sociales; que no tenga que aparecer un “asesor de imagen” para decirle que se tiene que comer un pancho o las “S”, o un “asesor político” para decirle que las encuestas dicen que hay que dialogar o que a nadie le importa que lo haga, ¡Que lo haga porque es lo que corresponde!
Hoy, el tono de la discusión política Argentina es muy anormal, adverso para el desarrollo de algo bueno. Es pensamiento mágico creer que sucedió algo además del empeoramiento de la vida ciudadana que sólo es relativizada por el nivel de consumo en cosas fungibles. Con paciencia, cierta astucia, reflexión, paz interior y un poco de fe, podemos empezar a plantar semillas de modernidad. Mostrando que se puede pensar y ser distinto.