Por: Mundo Asís
Putin vuelve a marcarle el ritmo a Obama y a los líderes de la frágil Unión Europea.
escribe Osiris Alonso D’Amomio
especial para JorgeAsísDigital
Frío, inexpresivo, determinado, Vladimir Putin se dispone a marcarle de nuevo el ritmo a Barack Obama. Y a acentuar la fragilidad estructural de los líderes de la Unión Europea.
Si para proteger la base militar de Tartuz (su picaporte del Mediterráneo), Putin se esforzó en evitar frontalmente la intervención occidental en la debacle de Siria, por intereses mucho más relevantes hoy decide proteger la base naval de Sebastopol, situada en Crimea. Picaporte del Mar Negro. “Arrendado” por Rusia hasta 2042.
La península de Crimea está habitada, por otra parte, por casi un 60% de rusos. La circunstancia demográfica le permite a Putin inspirar la legitimidad de sus posiciones. La vanguardia de una acción condicionada por diversas circunstancias de la historia, que torna apasionante el estudio de la región.
En Crimea los ucranianos son minoritarios. Un considerable 30%. El 10% lo componen aquellos míticos tártaros que volvieron (sobre todo después del desbarajuste de la Unión Soviética). Aunque, hasta mediados del siglo veinte, los tártaros eran masivos, hasta que Stalin decidió expulsarlos hacia Uzbequistán. Por haber sido “colaboracionistas con el ejército nazi”. En realidad los expulsaba para purificar la zona, que mantenía atractivos admirables para el fomento del turismo (siempre interior).
Sin embargo, fue Nikita Kruschev el ucraniano duro que denunciaría los crímenes horribles de Stalin, quien cometería el máximo error estratégico. Un episodio que puede servir como antecedente superior para entender el conflicto simple de hoy. En 1954 Kruschev decidió transferir Crimea para la República Socialista Soviética de Ucrania. Otro exceso de localismo que se transformó en “el regalo envenado” del agradecido jerarca que escaló hasta lo más alto del poder soviético, desde el PC de Kiev.
Mezcla de identidades e ideologías
Se asiste al desfile dinámico de intereses permanentes, en una región caracterizada por la mezcla de identidades como de ideologías. En ningún momento puede dejarse de costado el carácter vocacionalmente imperial de Rusia. A través de los zares, o del comunismo instrumental, o del capitalismo relativamente selectivo, desde el que se proyecta el actual cuadro de la vieja KGB -Vladimir Putin- que occidente aún desconoce cómo tratar. La referencia alude a los cuatro o cinco países que pesan de los 28 de la Europa institucional, que se encuentran pendientes de la canilla del gas ruso que atraviesa por el interior de Ucrania. Una canilla que Putin, después de todo, no vacilaría en cerrar. Ya experimentaron al respecto los ucranianos durante algún invierno, y la señora Timoshenko no tuvo otra alternativa que conceder en el precio, para algarabía de la Gazprom.
En política internacional, a través de la formalidad diplomática, la hipocresía suele asumirse como una suerte de “gasto de representación”. En el fondo ninguno de los países europeos mantiene deseos reales de castigarlo a Putin. Ni de recurrir a las sobreactuaciones disuasorias de la Organización del Atlántico Norte (OTAN). Ni de regresar a las tensiones literarias de la Guerra Fría, que sólo se extrañan en la literatura.
Apenas, acaso, los líderes de occidente preferirían que la marcada de ritmo de Putin fuera menos obvia. Que los respetara más, y no se note tanto el abuso de la debilidad ajena. Como para no dejar librado el discurso severo del portugués Durao Barroso, el presidente de la Comisión Europea, en la intrascendencia de lo inútil. Para tratamiento de Euronews.
Ni el Reino Unido (y no sólo por los oligarcas rusos, tan dispendiosos en materia económica), ni Italia, España, Bélgica o Francia. Ni mucho menos Alemania, el actor principal del conjunto, mantienen hoy el menor interés de enfrentarse con la Rusia de Putin. Y menos, a nuestro juicio, por Crimea. Pero se trata de un desinterés que debe simularse con decorosa dignidad. Es explicable.
Fronteras elásticas
Las convocatorias al diálogo, o los pretextos de buscar “la solución diplomática”, sirven a las cancillerías para salir del paso con alguna elegancia. Para cumplir. Aunque se trate de otro acto de impotencia magistral. Los valores democráticos son siempre selectivos, y puede asegurarse que costará evitar el plebiscito del 16 de marzo que dispuso el parlamento de Crimea. Representa, mal que mal, a su población, y propone alejarse de una Ucrania culturalmente partida, con la que tiene muy poco que ver. Para acercarse naturalmente a una Rusia de la que nunca tal vez Crimea debió haber salido. De no haber mediado el “regalo envenenado”, antojo del campesino hosco (como lo llamaba Raúl González Tuñón a Kruschev), que quiso quedar bien con su república de acceso. La Ucrania soviética.
El pobre Obama se encuentra ante la magnitud de otro hecho consumado. Por más que hable telefónicamente con Putin sabe que su interlocutor se encuentra movilizado por datos que considera irrebatibles. Para el espía convertido en estadista, en Ucrania se registró un golpe técnico de estado que desalojó al corrompido papanatas de Yanukovich. Y ante la incertidumbre de las fronteras Putin tiene que proteger a sus rusos. Como lo haría el mismo Obama si la incertidumbre estuviera alojada en México o Canadá.
Y después de todo, si Kosovo pudo ser independiente de Serbia, ¿por qué Crimea no puede ser independiente de Ucrania?
Consecuencias lógicas por el entusiasmo febril de las autonomías. Y es aquí donde ingresa la elaborada temeridad de España. Vaya novedad, los casos son todos específicamente distintos, pero con el antecedente de Crimea podrían también fortalecerse los intereses separatistas de Cataluña.
En Bruselas como en Washington prospera entonces la misma atmósfera de tensión. Signada por el cóctel de impotencia e hipocresía que complementan los efectos perniciosos de la real-politik.
Ante el destacado silencio, cada vez más expresivo, de China. Otra vez Putin se saldrá con la suya. Ganará la partida. Entre las fronteras invariablemente elásticas que admiten dibujadas innovaciones.
Osiris Alonso D’Amomio