Por: Nicolás Tereschuk
Algunas década atrás, cuando el Seleccionado nacional de fútbol aún no se había impuesto en un Mundial, se decía que era “campeón moral”. Se podría hacer un paralelismo. La Academia de Hollywood decidió premiar el domingo pasado a Argo, de Ben Affleck, pero si de opinar se trata, me gustaría considerar a Steven Spielberg, con su Lincoln, ganador igual.
Es que con esa obra el director logró plasmar algunas de las complejidades, contradicciones y tensiones inherentes a la política. El choque permanente que existe -y que nunca puede eliminarse del todo- entre la urgencia y la Historia. Entre las ideas y las posibilidades, entre las propias convicciones y la necesidad de sumar a quienes no las poseen o tienen otras. La tarea siempre artesanal, en ocasiones gris, que suele estar en la base de las grandes transformaciones.
A la hora de sentarse a ver Lincoln conviene tratar de eludir algunos diálogos farragosos, evitar incluso la tentación de perderse en la profusión de nombres y de pequeños detalles históricos. En lugar de eso, es preferirse ocuparse de seguir lo principal, lo que Spielberg pone ante nuestros ojos: una película acerca de hombres (y mujeres) haciendo política.
Pone el foco sobre ese Abraham Lincoln que hacia el final de la Guerra Civil norteamericana ha sido reelecto. Se trata de un dirigente que goza de popularidad por sus políticas. Por hacer las cosas “bien” para la mayoría. Pero que también recibe el favor de su pueblo por sus palabras, por sus discursos públicos y privados. Por la posibilidad de mirar a los ojos a cada uno y contar un chiste, una anécdota, una historia de su infancia. Dos jóvenes recitan de memoria, emocionados, uno de los discursos del presidente y se alistan para ir a la batalla. Ponen en riesgo sus vidas, empujados por el “relato” de Lincoln ¿Entonces la política es aplicar con eficacia las políticas “correctas”? ¿Es “resolver los problemas de los vecinos”? ¿O es algo más?
Y a la vez, aquel hombre que es venerado por una mayoría de sus conciudadanos tiene por detrás sus propias contradicciones personales -¿o son políticas? ¿o son éticas?-. ¿Cómo se entiende si no a ese presidente que envía a la guerra y a una muerte casi segura a decenas de miles de compatriotas pero mantiene a su propio hijo lejos del conflicto por temor, por amor?
Lo que veremos desplegar durante el film es el esfuerzo político principal que emprende el protagonista: sancionar una enmienda constitucional. Más precisamente, hacer pasar por la Cámara baja norteamericana la norma que prohíbe la esclavitud. Para eso tendrá la trabajosa tarea de sumar (de a uno) los votos necesarios de los diputados. Tanto el de los fanáticos del abolicionismo, históricos defensores de la igualdad, como el de los conservadores aliados, aquellos a los que a simple vista casi nada separa de los adversarios políticos. Presenciamos el “arte” y el “artificio” de la política.
Así, Spielberg nos muestra el despliegue de estrategias paralelas por parte de Lincoln que, a la vez que le permiten mantener unida una coalición mayoritaria amenazan con enojar o espantar a algunos de sus aliados en distintos momentos. Por ejemplo, a espaldas nada menos que de su secretario de Estado y de sus diputados más fieles avanza con un intento de lograr la rendición del Sur esclavista mediante una negociación -o al menos hacer como que lo intenta-. Se trata de un acto peligroso, que pudo haber hecho innecesaria la enmienda contra la esclavitud y que el mandatario debe encarar cediendo en parte a las presiones del sector más conservador de sus aliados. La negociación, finalmente, fracasa. Y nos asomamos así a uno de esos caminos con curvas y contracurvas con el que muchas veces los líderes políticos empujan transformaciones históricas.
En uno de los momentos clave de la película, Lincoln convence a un abolicionista de la primera hora, personificado por Tommy Lee Jones, de moderar sus posiciones para no espantar aliados. Le pide al diputado expresar que la enmienda sólo implica la abolición de la esclavitud y no la igualdad completa entre los hombres. El congresista Thaddeus Stevens se morderá los labios durante las sesiones más calientes. Protagonista de una escena que conmueve, pondrá en “stand by” sus convicciones más profundas en pos de la aprobación de la histórica norma. “No sostengo la igualdad en todas las cosas, sólo la igualdad ante la ley, nada más”. Un sacrificio personal más a partir de un objetivo colectivo.
Será también Stevens quien protagonice un diálogo con Lincoln en el que el diputado le recrimina al presidente no haber avanzado antes con la reforma de la carta magna y poner punto final a la esclavitud en todo el país. El mandatario, el político, comparará lo ocurrido -y el planteo que recibe- con la función de las brújulas. Marcan el Norte y permiten dirigirse hacia en ese sentido en forma precisa, dice. Pero nada advierten sobre “los pantanos y desiertos y abismos que te vas a encontrar en el camino”. El lugar específico de la política, que termina definiendo de qué forma avanza una sociedad, con qué instrumentos de acuerdo con cada momento, emerge una vez más.
Hacia el final del film ese hombre cuyo monumento en Washington hoy hace sentir pequeño a cualquiera se enfurece y levanta el tono de voz ante sus “operadores” para que le consigan los “dos votos” que le faltan para lograr su objetivo. Con métodos de casi todo tipo, con persuasión y con prebendas, con bonitas palabras y con algunos “aprietes”, los “punteros” de Lincoln recorren la capital norteamericana a la caza de los diputados con posiciones “dudosas” para tejer la red mayoritaria que permitirá la abolición de la esclavitud.
“La más grande medida del siglo XIX. Aprobada mediante la corrupción, con la complicidad del hombre más puro de América”, dirá en un pasaje el personaje de Tommy Lee Jones, otro que no obtuvo esta vez su merecido Oscar.
Spielberg se quedó sin premio. Pero por haber intentado mostrar algo de la textura de la que está hecha la política real, entendida como un reflejo de las contradicciones humanas, como una actividad imperfecta llevada adelante por y para los hombres que a veces, sólo a veces, produce hechos que merecen ser recordados por todos los tiempos, si de opinar se trata, para Lincoln, Oscar igual.