Por: Pedro Benegas
El sistema político argentino tiene dos problemas: la alternancia y la sucesión. Ambos han sido resueltos en el mundo industrializado y en la mayoría de América Latina. Pero no en la República Argentina.
La incapacidad de alternancia entre distintas fuerzas tiene que ver con la carencia de un sistema organizado de partidos. Argentina tuvo alguna vez un sistema bipartidista de peronistas y radicales. Ocasionalmente se agregaban terceros o cuartos partidos a los bordes del espectro (izquierda o derecha), los cuales podían influir política e ideológicamente sobre los partidos grandes y aún llegaban a tener cierta capacidad de arbitraje.
Hoy queda muy poco de todo eso.
El sistema de partidos, con todos sus defectos, tenía la virtud de evitar desbalances bruscos. Generaba líderes que respondían a pautas político-ideológicas mínimas y previsibles, a la vez que atenuaba personalismos de quienes buscaban “cortarse solos”.
Este escenario posibilita que cuando un partido fracasaba en el gobierno otro estuviera listo para ocupar su lugar con cuadros, equipos y apoyo masivo. Es lo que ocurre en los Estados Unidos entre demócratas y republicanos o en España entre el PP y el PSOE.
Pero en algún momento se puso de moda, en la Argentina y en otros lugares, no sólo criticar (merecidamente) a los políticos, sino también a los partidos. Que eran entidades burocráticas. Que vivían sumidos en el internismo y las componendas. Que distorsionaban la voluntad del electorado. O que se arrogaban el monopolio de la representación.
En nuestro país, los partidos empezaron a ser vistos como cosas obsoletas, tanto como sus escudos o sus himnos. Y sus estructuras y presencia se fueron desdibujando hasta reducirse a la mínima expresión.
Y sin embargo, los partidos estables mantenían la estabilidad y gobernabilidad con figuras que eran parte de un grupo más amplio con ideas comunes. Eran también escuelas de dirigentes. Por sobre todo, los partidos bien constituidos evitaban la fragmentación extrema del espectro político.
Cuando hay decenas de alternativas, pequeñas y personalizadas, no significa que hay más democracia: hay menos, porque del caos anarquizado termina siempre emergiendo un partido hegemónico que carece de contrapesos. Además, hay algo peor que el internismo y las componendas dentro de los partidos: es cuando éstos y otros vicios se ejercen “desparramados” en todo el sistema político.
Cualquier parecido con la realidad, no es mera coincidencia. Hoy existe un partido hegemónico que ni siquiera es una estructura fuerte o con ideas, sino una cáscara vacía y enclenque, que muchas veces ha dirimido sus “internas” usando como escenario todo el país y todo el sistema político (recuérdense las “leyes de lemas” provinciales o las elecciones presidenciales de 2003).
Como aquellas criaturas de las películas de terror, no obstante su endeblez, el PJ tiene la ubicuidad de ocupar todos los espacios y de regenerarse para crear -en etapas secuenciales- a su propia alternativa: más de lo mismo, pero con otras personas y con un ropaje “ideológico” diferente.
Es por eso que dicha estructura pejotista suele ganar las elecciones frente a una pléyade de partidos pequeños, débiles y no pocas veces basados en una sola persona, quien suele resistir cualquier proyecto de unión para mantener sus prerrogativas.
Total, si los “grandes partidos” eran malos -y si, al no ser peronista, no tengo la facilidad de reciclarme perpetuamente dentro de la estructura del PJ- no gano nada siendo parte de un partido serio y bien establecido, con muchos dirigentes y con un proyecto de poder.
¿Acaso tengo que esperar mi turno para actuar en la arena pública, compartir tribuna con otros o someterme a “internas” o a la línea partidaria? ¡Para qué, si puedo presentarme solo con un minipartido, armar un monobloque, borocotizarme, no rendir cuentas a colegas partidarios y cambiar sorpresivamente de línea política o ideología cuando me convenga!
Argentina debe reconstruir su sistema de partidos. No sabemos qué va a ocurrir con la estructura pejotista ni con el kirchnerismo. Pero es necesario constituir dos o tres grandes partidos de dimensiones equiparables, internamente democráticos; cada uno con una chance real de llegar al poder.
En este sentido, el PRO está haciendo sus deberes y es necesario que ese partido -como todos los demás- estimule la más amplia participación y democracia interna, con una pluralidad de figuras, expertos y cuadros, de modo que pueda transformarse en la gran fuerza nacional de las ideas que representa.
Así se acabarán o reducirán a un mínimo, no sólo los “inventos”, los opositores que no asustan a nadie (salvo al electorado) o las increíbles piruetas de políticos que cambian de ideas o grupos como si cambiaran de corbatas. Habrá posibilidades y esperanzas reales de ganarle a gobiernos como el que padecemos, a cuya gestión improvisada se suman preocupantes tendencias autoritarias que pretenden “ir por todo”.
Los partidos sólidos resolverán también el problema de la sucesión en Argentina. Cada fin de gobierno no verá intentos desesperados de re-reelección (peronismo) ni desbandes apocalípticos (radicales, o quizás no peronistas en general). Un sistema de partidos es la red que le falta a la Argentina para evitar saltos en el vacío.