Por: Pedro Benegas
Es imposible no recordar al peronismo de los años 40 y 50 cuando pensamos en el chavismo venezolano y en el recientemente desaparecido Hugo Chávez. Tanto Perón como Chávez eran militares y cada uno de ellos se respaldó en el poder de las Fuerzas Armadas.
Ambos irrumpieron después de una democracia degradada. Ambos fueron caudillos carismáticos y de fuertes personalidades. Los dos contaron con una situación de bonanza económica derivada de las exportaciones (producción agropecuaria en un caso y petróleo en otro). Y los dos implantaron gobiernos con el apoyo de los más pobres, pero ejercieron el poder en forma autoritaria, apostando a reelecciones indefinidas y la supresión de las libertades públicas. Uno y otro consideraron a sus opositores como enemigos de la patria.
También crearon una red de ayuda, que contribuyó a reforzar su recuerdo entre los más humildes, pero que en realidad fueron gigantescos mecanismos clientelares. Esos subsidios no iban sólo a los más pobres: Perón y Chávez también crearon una “burguesía” empresarial protegida, ineficiente y prebendaria.
Chávez tuvo incluso su “17 de octubre” cuando en 2002 sectores populares salieron a la calle para reclamar su restitución luego de ser depuesto por sectores militares y civiles.
Los dos gobernantes buscaron también crear un “modelo” interno con proyección internacional, y desarrollaron una activa propaganda latinoamericanista. Perón proclamó el “justicialismo” de “tercera posición” que condenaba “al capitalismo y al comunismo” y Chávez el “socialismo del siglo XXI”, que al contrario de Cuba nunca se animó a estatizar todo ni a suprimir la democracia formal.
Y como si las semejanzas fueran pocas, ambos murieron sin dejar líderes de peso que pudieran sucederlos.
En la Argentina, desde el peronismo “de Perón” ha corrido mucha agua bajo el puente. El peronismo es algo hoy muy diferente a su versión inicial; tan diferente que puede asumir cualquier forma e ideología: desde López Rega a Firmenich o desde Menem a Cristina. No es equivocado decir que, hoy día, el peronismo es más un sentimiento que una ideología política: en ese sentido, no es posible entablar un debate político con un sentimiento.
Sin embargo, ha pervivido una estructura e inspiración pejotista que se ha movido dentro de la democracia de una manera disfuncional. De ella han salido, ente muchos otros, Néstor y Cristina Kirchner. La presidenta admira al Perón del 40 (pero no al Perón que se abrazó con Balbín y echó a los Montoneros de la Plaza) y al propio Chávez.
El problema no es sólo que Cristina admire a Chávez: no se podía esperar menos de alguien que se siente cómoda con el personalismo caudillista, la lógica política reducida a la versión binaria amigos/enemigos y el megapopulismo.
El problema es que Cristina admira también el modelo de Chávez: subordinar la sociedad al Estado (un Estado “personalista”), reducir el espacio de la oposición y los medios independientes al mínimo, así como cubrir los desmanejos económicos con controles e intervenciones que hunden al país (mientras tratan de salvar a los sectores más pobres con asistencialismo y reforzar su dependencia política).
Muchas veces se destaca que Argentina no es Venezuela y que existirían factores de diferenciación. El primero es que el gobierno chavista tiene un fuerte componente de militarización y una base de poder en las fuerzas armadas, poderosas y que le respondían por completo a Chávez (luego de sucesivas purgas). El segundo es quela Argentinatiene una sociedad civil relativamente fuerte y una clase media que, aún debilitada, no existen en Venezuela y que actúan como cortapisas para los avances.
El kirchnerismo, ahora en versión cristinista, expolia a todo el país vía impuestos o inflación, se apropia de lo que pueda darles alguna ventaja política y económica, incluso de las divisas que ingresan al país. A su vez desarrolla un “relato” que niega hasta las verdades más evidentes, mientras hostigan o escrachan a quienes contradigan ese relato.
A falta de fuerzas armadas —y que por ahora no las pueden reemplazar grupos de choque como los de D’Elía, Milagro Salas o los marginales que se llevan para hacer disturbios en Junín— los K deciden jugarse el “todo por el todo”. Lo hacen con una audacia y temeridad tan grandes que paralizan a una oposición de por sí dividida e ineficaz y, por extensión, a grandes sectores del electorado, que no sabe hacia dónde ir ni cómo reaccionar.
Con todo, la ventaja del chavismo o del cristinismo no es absoluta. Aun con el clima autoritario, la propaganda y el clientelismo, hay medio país que se les opone. Ese “medio país” tiene la llave para ingresar a un periodo verdaderamente republicano.
En el kirchnerismo/cristinismo, el jugarse el “todo por el todo” para “ir por todo” (como la reforma de la Constitución, la movilización de los menores para votar y la reforma judicial) puede resultarles mal a los K: recuérdese la elección de 2009 o el famoso 7D.
Y en Venezuela, por más que el gobierno de Nicolás Maduro (procubano) se respalde en las fuerzas armadas, debe tenerse en cuenta que éstas tenían una lealtad personal hacia Chávez y no al partido chavista. No se trata de una sutileza: la composición y lealtades de ese sector castrense pueden ir variando. Maduro y el presidente de la Asamblea (Congreso), el ex teniente Diosdado Cabello (más nacionalista) representan dos sectores igualmente poderosos cuyo enfrentamiento ya no estará arbitrado por nadie e incluso podrán influir dentro de la propia institución militar. El chavismo, aunque no a corto plazo, puede terminar como el peronismo, divido en mil versiones y fracciones.
En este contexto, mientras Maduro no cubanice totalmente el país y siga habiendo elecciones —aun con hostigamiento y manipulaciones— hay esperanza para la oposición, quienes no son precisamente poca gente.
El paralelismo es claro: para que Venezuela salga del autoritarismo y para que Argentina no ingrese de lleno en él, la oposición debe ofrecer una alternativa superadora y efectiva.
Entre nosotros, quejarse por las arbitrariedades del kirchnerismo no es suficiente. Hay que actuar para impedirlas de antemano, tanto en el Congreso, en la Justicia o en la vida diaria. No hay que jugar el juego divisivo y adormecedor que nos proponen. En una cosa tienen razón los K cuando dicen “armen un partido y ganen las elecciones”. El partido ya lo tenemos. Lo otro es el verdadero desafío.