Por: Pedro Benegas
Uno de los principios del régimen democrático-republicano es el de la responsabilidad de los funcionarios. Es el principio de rendición de cuentas, que incluso tenía un antecedente en un sistema monárquico y absolutista como el de la colonia española: el juicio de residencia.
En esa época, se sometía los virreyes a un proceso en el cual debían demostrar que no se habían enriquecido o actuado ilícitamente en su cargo; si se comprobaba lo contrario se los podía multar o inhabilitar para continuar su carrera pública. Claro que esto nunca se aplicaba al rey.
Más de 200 años después, en la Argentina, muchos funcionarios parecen haber heredado del régimen imperial prerrogativas cuasi monárquicas, que los colocan en situaciones de impunidad y a cubierto de investigaciones por los posibles ilícitos que cometan, sin que siquiera tengan que afrontar algo parecido a un “juicio de residencia”.
Los funcionarios no sólo deben velar por los intereses públicos, sino también responder ante los ciudadanos por las tareas que ejerzan. También deberían demostrar en firma fehaciente que no se han beneficiado indebidamente en lo personal utilizando las influencias, mecanismos o infraestructura del Estado.
En la Argentina estos principios rara vez se cumplen. Los documentos y declaraciones oficiales, más que para comunicar la verdad de las gestiones, parecen estar hechos para distorsionarlas. Asimismo, la justicia opera con serias limitaciones para detectar, procesar y cuando corresponde, condenar a funcionarios que cometen ilícitos (con suerte, sólo se condenará a algún funcionario que carezca de protección política y eso será en el gobierno siguiente).
Aún cuando se efectúen denuncias serias y fundadas no judiciales, el aparato oficial le arrojará al denunciante todo el peso del Estado encima para difamarlo o intimidarlo.
Por lo demás, el acceso a la información pública en la Argentina es limitado e inexistente y la propia información pública es de mala calidad. ¿Es necesario recordar el INDEC o el hecho de que no se publican estadísticas oficiales sobre delincuencia desde 2009? El kirchnerismo frenó dos veces el tratamiento de una Ley de Acceso a la Información y hasta los decretos sobre información pública de 2003 (que obligaban a funcionarios a suministrar información pública) son hoy (casi) letra muerta.
Argentina debe ser uno de los pocos países democráticos donde el sueldo o la pensión de la presidenta es un secreto de Estado y donde a veces es casi imposible acceder a las declaraciones juradas de sus gobernantes, pese a que por ley deberían ser públicas. A veces hay quienes ni las presentan. Y en otros casos, nadie puede tampoco chequear la veracidad de lo que se indica. Nadie sufre ninguna consecuencia.
Un futuro gobierno de inspiración republicana puede cambiar todo esto. Es necesario que exista un acuerdo consensuado entre todas las fuerzas políticas para que, desde ese momento en adelante, existan mecanismos claros y comúnmente aceptados de rendición de cuentas. También deben crearse o fortalecerse ONGs independientes que los puedan monitorear adecuadamente.
Tales acuerdos deberían abarcar tanto el plano político-administrativo (informar con precisión qué se ha hecho desde cada cargo, sin vaguedades ni mentiras) como en el plano legal (por ejemplo, demostrar que no habido ilícitos que impliquen el enriquecimiento indebido de los funcionarios).
Igualmente, todos los datos, nombres, cifras, montos y contratos del sector público deben informarse veraz y oportunamente y estar accesibles para cualquier ciudadano que quiera “saber de qué se trata”, sin que siquiera deba justificarse por qué se busca una información. Y las propias fuerzas políticas deberían comprometerse formalmente a no aceptar la corrupción, ni adentro ni afuera de sus filas.
Asimismo, es necesario que todos los sectores políticos, al menos los de inspiración republicana, den seguridades a una futura justicia independiente. Es decir, garantías reales y efectivas de que podrán investigar y condenar —incluyendo a miembros de esos mismos sectores—, tanto con respecto hacia el presente como hacia el pasado y sin temer por presiones o represalias. Ni estar sometidos a súbitos intentos de una mal llamada “democratización” judicial (en el lenguaje K eso significa “kirchnerización” o quizás sería mejor decir “oyarbidización”).
Y esos mismos sectores políticos deben dejar también muy en claro a los kirchneristas que no habrá “olvido ni perdón” de los actos ilícitos que hayan cometido, desde la desobediencia de leyes o fallos judiciales hasta el enriquecimiento patrimonial indebido y el incumplimiento de los deberes del funcionario público. En ese sentido, no vale cambiar de posición o partido, ni volverse súbitamente transparente o “republicano”, ni disfrazarse de “perseguido político”: es como si lo pudiéramos ver desde ahora. Nada de eso borrará los actos ilegales que se hayan cometido.
Es también indispensable que los futuros condenados por corrupción o delitos conexos devuelvan hasta el último centavo, indexado y con intereses, de lo que hayan sustraído.
De nada vale el repudio público o alguna condena menor si el corrupto logra después vivir de rentas, de negocios que haya establecido o pueda pasearse placenteramente por el mundo, mientras millones de argentinos siguen arriesgando su vida por tomar un tren, atender un kiosco o llegar a su casa a la noche. Es que el país no sólo se ha empobrecido
con este tipo de ilícitos: ya es un lugar común proclamar que la corrupción mata. ¿Es necesario recordar el caso tan gráfico de la tragedia de Once?
Quizás no sería una mala idea que el ejemplo viniera desde las más altas autoridades. Por ejemplo, el vicepresidente Amado Boudou podría pedir una licencia hasta que se aclare su participación en llamado caso Ciccone. Pese a lo que piense la ex aliancista Diana Conti, nada es eterno. La impunidad tampoco.