Por: Pedro Robledo
En el último tiempo, hemos asistido en Argentina a valiosos y necesarios debates y transformaciones, tanto legales como sociales, en materia de discriminación por condición sexual.
Bien sabemos que las leyes y la política no están aisladas de la sociedad, sino que son fruto de esta última, y a la vez pueden modificarla. En este sentido, el matrimonio igualitario en Argentina evidencia nuestra evolución como sociedad: somos más abiertos y tolerantes, y las diferentes condiciones sexuales se expresan de forma mucho más natural. Lo diferente ya no es visto como una amenaza, una enfermedad, o algo que debe ser corregido o cambiado, sino todo lo contrario: hoy la diversidad y la aceptación de las diferencias son un valor positivo.
Al mismo tiempo, no es menos cierto que, a pesar del contundente avance social y jurídico, falta mucho por hacer: a diario siguen sucediéndose actos de violencia y discriminación contra travestis, trans, y homosexuales. Soy homosexual, y fui víctima de uno de ellos. Si bien mi caso tuvo trascendencia pública y he recibido innumerables muestras de apoyo que agradezco y valoro, son aún muchos los casos de violencia que no trascienden y quedan impunes. Debemos ser capaces como sociedad de enfrentar las dificultades y desafíos por delante. Debemos seguir avanzando para que estas cosas dejen de suceder.
En 1988 se sancionó la Ley 23592 de Actos Discriminatorios, que configuró un gran avance para la época y está actualmente vigente. Tres son los puntos centrales de esta ley. Por un lado, provee al ejercicio y goce de los derechos y garantías fundamentales consagrados en la Constitución Nacional por todos los habitantes pues, en caso de medidas o acciones de discriminación arbitraria, el damnificado puede pedir el cese de la acción que menoscaba el derecho, o bien la reparación económica por daños. En segundo lugar, la ley agrava las penas de delitos ya tipificados en el Código Penal que sean cometidos por motivos de odio racial, religioso, étnico o nacional. En tercer lugar, la norma creó una nueva figura penal específica para reprimir a las organizaciones que realizaren propaganda basada en ideas o teorías de superioridad de una raza, religión, origen étnico o color, y que justifiquen o promuevan la discriminación racial o religiosa en cualquier forma.
Sin embargo, la Ley de Actos Discriminatorios no incluye expresamente la discriminación por condición sexual que, por otra parte, tampoco es en nuestro país un factor agravante en la comisión de un delito. Es preciso entonces hacer las modificaciones normativas pertinentes de manera tal que la Ley de Actos Discrimnatorios y nuestro Código Penal acompañen la reforma constitucional de 1994, que otorgó rango constitucional a tratados internacionales de Derechos Humanos que condenan la discriminación por orientación sexual, y la más reciente Ley de Matrimonio Igualitario, sin dudas un hito en la historia de los derechos civiles en nuestro país. El Congreso de la Nación debate en la actualidad un proyecto de ley que incorpora explícitamente la discriminación por orientación sexual tanto en las garantías protegidas como en los agravantes del Código Penal. Sería lamentable que tenga que ocurrir una tragedia, como el asesinato de homosexuales en 1998 en Estados Unidos y en 2012 en Chile, para que el tema se trate y debata con celeridad.
Al mismo tiempo, es fundamental que la discriminación, la injusticia y la violencia se aborden también desde una perspectiva cultural. Necesitamos leyes superadoras pero también conductas sociales fundadas en el respecto, la tolerancia y la coexistencia que sostengan y afiancen los logros en materia antidiscriminatoria. La vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad son derechos inalienables consagrados en constituciones, leyes y tratados que no son más que meras declaraciones de intención si no nos comprometemos a defenderlos y ejercerlos a diario, reconociéndolos también para nuestro prójimo, sea cual sea su raza, religión, nacionalidad, origen étnico o condición sexual.