Hace pocos meses la sociedad tomó conocimiento mediático de un proyecto de Código Penal que al presente no fue enviado al Congreso.
Sin desmedro de la controversia que se desató, en general por la confrontación de posturas político-ideológicas, quedó en evidencia que la ley, cualquiera sea, no es una panacea.
Un Código Penal –que debe regir en todo el país- no puede por sí solo modificar la realidad y mucho menos mejorarla.
Así estábamos cuando, de pronto, nos encontramos con un nuevo Código Procesal Penal para la Justicia Federal que incluye a la Justicia ordinaria de la Ciudad de Buenos Aires llamada Nacional. Debe aclararse que, como lo reconoce la Constitución Nacional, cada provincia tiene potestad para dictar un código procesal propio al igual que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que tiene el suyo con relación a un repertorio acotado de delitos y contravenciones que se ha ido incrementando por las sucesivas transferencias que no reconocen un plan rector.
La ley, con un precipitado tratamiento en el Congreso y sin el tiempo necesario para su debate y análisis fue promulgada en diciembre de 2014.
Este nuevo código procesal tiene parentesco con otros códigos provinciales que, con más o menos éxito, han establecido el denominado sistema acusatorio que, en lo básico, confiere la investigación de los presuntos delitos al Ministerio Público Fiscal y define al Juez como garante para la actuación de las partes y la preservación de sus derechos fundamentales.
Cabe destacar que aún no se han dictado las leyes idóneas para apoyar su real implementación y no hay noticia respecto de la necesaria planificación estratégica ni de la imprescindible capacitación para los operadores.
Por tanto, no se trata de discutir sobre las bondades o defectos de un código procesal ofreciendo otras alternativas más o menos ingeniosas, sino de proyectar cómo éste puede eventualmente beneficiar a la sociedad victimizada por un notorio auge delictual.
Para graficar lo expuesto anteriormente y a título de ejemplo, veamos la situación de la Provincia de Santa Fe, que hace poco tiempo ha puesto en vigencia un código procesal de avanzada e inscripto en el modelo acusatorio.
Surge de inmediato la imagen de la histórica ciudad de Rosario hoy notoria por el fenómeno narco-delictivo, las pandillas, los frecuentes homicidios y las demás manifestaciones de violencia que se han ido afirmando y consolidando en los últimos años.
Aún cuando haya modernización del marco legal, sin la adecuada asignación de recursos humanos y materiales junto con la adecuada planificación y estrategia de gestión, será en vano pretender que tenga éxito la referida ley procesal.
El derecho penal, visto como última razón del ordenamiento jurídico, debe conformarse dentro de una política de Estado que no puede depender de una postura teórica principista o de los objetivos coyunturales del gobierno de turno.
En nuestro país no contamos con un proyecto sistemático de política criminal. Las posibilidades individuales de los operadores judiciales, policiales, etc, muchas veces de gran valor, son insuficientes. Hace falta organización, gestión, equipos, tiempo y trabajo constante.
Son incontables las reformas y agregados al Código Penal y, del mismo modo, la profusa normativa de la más variada especie dictada en materia de seguridad pública.
Es por ello que aliento un proyecto, aclaro no siendo taxativo, que debería comprender orgánicamente el Código Penal y el Procesal Penal como pautas rectoras para la conducta de ciudadanos y funcionarios; la atención de la seguridad ciudadana – que no puede aceptar más demora en su planificación y ejecución, porque es un grave problema presente y cotidiano –; una agencia que se ocupe de la criminalidad organizada; el sistema policial y de las otras fuerzas de seguridad; el sistema penitenciario; las agencias de seguimiento de quienes hayan estado involucrados en materia penal; la prevención del delito en general, con especial cuidado en relación a los niños y jóvenes en situación de riesgo; etc.
Así entendida la política criminal se muestra tan esencial como la de la salud o la educación pública.
Tal como ha ido sucediendo en la Argentina, el tratamiento de esta temática se percibe contradictorio y limitado al dictado de variada y abundante legislación expresiva de una ideología –o de otra opuesta al poco tiempo- pero que no ha resultado eficiente para atender la problemática compleja y cambiante del delito.
El incremento de los delitos vinculados con la droga, la criminalidad organizada en relación a ese tema y a otros como la trata de personas, la llamada piratería del asfalto y la violencia expuesta en distintas formas indican la necesidad de un abordaje sistemático y estable.
La preocupación expresada públicamente por el Papa Francisco respecto del narcotráfico y su grave influencia sintetiza la cuestión.
En tanto el Estado se limite al mero dictado de normas jurídicas sin promover la planificación, organización y ejecución de una política criminal, la sociedad y quienes la integran seguirán inermes ante un desarrollo delictivo creciente.
También deberá fomentarse la participación de la sociedad porque cuando se entienda que somos parte protagónica del cambio, el compromiso y la legitimación del mismo pasa a ser fundamental. Trabajar para ello refuerza el Estado de Derecho y proyecta una vida mejor.
Para remarcar que se trata de una asignatura pendiente en la agenda pública, puede recordarse que en abril de 2004 el Gobierno Nacional presentó el denominado “Plan estratégico trienal de Justicia y Seguridad- 2004-2007”.
Sin extenderme ahora en su contenido, parecía una iniciativa importante en la línea que propiciamos y que han adoptado muchos países del mundo, varios de nuestra América Latina.
Lamentablemente, para julio de 2004 el “Plan estratégico…” ya había pasado al olvido.
Con el mero dictado de códigos u otra legislación afín, la política criminal argentina seguirá siendo una ficción válida como entretenimiento pero inútil para afrontar la defensa de los derechos fundamentales de la ciudadanía.