Por: Ricardo Mario Romano
La columna vertebral de la “idea” cristiana de la vida, que sucede a la fe cristina y es consecuencia de la misma, es la suprema realización de lo que es justo. Esa equidad humana se logra a través de una armonía y la fuerza armónica por antonomasia es el amor. Tal es así, porque el amor es la prolongación de Dios en la tierra.
La asunción del papa Francisco no debe ser interpretada como un regalo, un premio, ni mucho menos un triunfo semejante a una epopeya, sino en principio, y en términos de lo que como sociedad nos incumbe, como un pedido de reformulación del proceder humano frente a su más esencial e ineludible responsabilidad, la realidad. Porque se ha perdido aquella armonía.
Esta felicidad debe concluir en la prudencia, la reflexión e introspección, porque cuando los humos de la euforia se hallan disipado, una revitalización de la fe debe subsistir en el tiempo.
Sin lugar a dudas, estamos frente a un suceso antológico, precisamente por la posibilidad que significa. Pero el nuevo obispo de Roma “no representa la paz, sino la espada”. Particularmente a los católicos nos convoca a reencauzar el sentido terrenal de nuestra fe, a través de su medio, la religión. Y la expansión que esta última debe tener en la totalidad del desenvolvimiento de nuestra persona. Ya que, cuando nuestra fe deja de ser la guía metafísica de nuestra persona, la religión se vuelve un fin y pierde su propósito.
A su vez, el esplendor de la fe es consustancial con la condición humana y la conciencia de su realidad terrestre, obviamente exenta de potestades divinas. Por ello, creo que debemos reequilibrar la noción de la interacción entre lo humano y lo divino. El cristianismo no tiene lugar de cabal realización cuando aun sin intención nos arrogamos (ilusoriamente) más verticalidad de la que es humanamente posible. Se produciría una disociación, más que una interacción de ambos componentes entre los cuales, a su vez, no podemos reconocer fronteras precisas. Es decir, buscar la perfecta relación entre el hombre y Dios, dejando que su ser se prolongue a través nuestro.
En términos de implicancias sociales, el sumo pontífice ya se ha pronunciado con palabras de extraordinaria profundidad: “El verdadero poder es el servicio”. Es decir, cuanto más poder “temporal” cedo, más “poder” espiritual “acumulo”. Lo que nos indica que ese servicio es constante; nos conduce a la eternidad y a la vuelta del estado de armonía. Ya que esa máxima entrega al otro es precisamente el amor. Por ejemplo, la acción de dar limosna es solo de incidencia circunstancial (no de plenitud de justicia), destinada a la intención de suplir parcialmente una extremada situación de vulnerabilidad de la dignidad humana. Pero no restaura la injusticia social.
La dignidad humana tiene un umbral mínimo a partir del cual la supervivencia de la persona evoluciona en la posibilidad de contemplar su existencia con verdadera libertad. De lo contrario, la caridad en este caso particular estaría consintiendo indirectamente esa forma de esclavitud. Porque la esclavitud es ser privado del derecho natural a la plenitud de la vida. En consecuencia, es ser privado de conocer, “comprender”, experimentar a Dios y el sentido más profundo de la existencia que de Él se desprende.
Por lo tanto, la marginación de una persona, en cualquier orden, tiene inexorables consecuencias en el funcionamiento interno, de interdependientes relaciones personales de una comunidad. Porque la misma funciona como un sistema cerrado, en el cual…“la libertad de cada individuo es viable, solo cuando encuentra su límite primario, en sí mismo…” (Leonardo Pucheta). Así, cuando no se respeta ese mecanismo, es cuando una comunidad se aleja de sí misma y pierde la posibilidad de ser.
El dinamismo de la vida actual condiciona o incluso imposibilita muchas veces dilucidar esta problemática. Por eso, la Providencia ha puesto un alto momentáneo a la proliferación desenfrenada de esta inconsciencia colectiva, que conduce indefectiblemente a un estado de individualismo automatizado. Brindándonos así, una enorme posibilidad, al indicarnos que solo en la búsqueda de la unidad se halla la esperanza de una Nación.