Generación Q

Ricardo Mario Romano

Sobre la tragedia de Costa Salguero del 16 de abril pasado, en la que por el consumo de drogas sintéticas fallecieron cinco jóvenes que no superaban los 25 años y otros cinco fueron internados de urgencia, desde distintos ámbitos trascendieron afirmaciones relativas a una cantidad de factores que potenciaron semejante desenlace. De no haber habido tantas irregularidades es muy posible que no se hubiera llegado a tal extremo. Pero aun así, esto es el producto final de todo un contexto sociocultural relativo a los jóvenes y adolescentes- aunque no sólo a ellos-que tiene una significativa, cuando no absoluta, incapacidad de brindarles un marco de protección y contención multidimensional en el que puedan aspirar a realizarse plenamente.

Aquí lo único accidental es el lugar y ámbito en que se desarrolló este doloroso suceso. Y el fugaz tratamiento mediático en breve lo sustituirá por otra catarata de noticias en su mayoría irrelevantes, hasta que la realidad nuevamente llega a sus límites.

Es precisamente la magnitud de las tragedias lo que saca circunstancialmente a la luz el estado de anomia en que vivimos y con el que somos conniventes. La sorpresa frente al hecho evidencia la indiferencia. Y el producto final se repite: vidas cercenadas y el sufrimiento inconsolable de los familiares de las víctimas.

Los jóvenes y adolescentes de la actualidad subsisten inmersos en una cultura de “entretenimiento y diversión”-en verdad es de descontrol y autodestrucción-, sobre todo nocturna, basada en maratónicas jornadas de consumo desmedido de alcohol y drogas de todo tipo, en boliches, bares, incluso en las propias casas, frente a la resignación, indiferencia o desconocimiento de los padres, en las famosas “previas”-hoy todo se disimula debajo de rótulos- o fiestas de alguna otra naturaleza. Incluso las mujeres son víctimas del consumo implícitamente inducido de alguna pastilla a través de una bebida, para luego abusar de ellas. Las peleas que se producen dentro y fuera de estos lugares, la irresponsabilidad e inconsciencia en la relación entre las sustancias ingeridas y el manejo de vehículos, las “malditas picadas”.

“Nuevas épocas, nuevas modas, nuevos consumos. Sin lugar a dudas, hace tiempo que comenzó una nueva generación, para muchos conocida como Generación Q: generación química. (…) La juventud actual no concibe la salida del fin de semana sin consumo de sustancias, en busca de nuevas experiencias y emociones y en el intento de paliar un aburrimiento generacional. Existencia, excitación y éxtasis van de la mano en la Generación Q”, escribió Geraldine Peronace, psiquiatra especialista en adicciones.

Con la excusa de “pasarla bien” se habilita cualquier conducta; se confunden euforia y placer con felicidad y se desdibujan todos los límites y referencias de orden. La vida sana es “aburrida”. Se busca  el alejamiento de la realidad matizado de entretenimiento.

La escritora Susanna Tamaro dice: “En el mundo que exaltan los medios de comunicación, de hecho, el bien y el mal no tiene la menor razón de existir. El “me gusta” y el “no me gusta” se han convertido en los confines éticos del mundo.”

Esta es la  cultura del “entretenimiento”, de los jóvenes y adolescentes, que construimos y dejamos, consciente o inconscientemente, proliferar. Y en la que se naturalizan comportamientos sumamente dañinos.

La potencia seductora y  atrapante de las modas contemporáneas es tan grande que la desesperación por seguirlas y no quedar fuera de ellas nubla el juicio sobre las consecuencias. Ese limbo amoral no atrapa sólo a los chicos sino también a los padres, que al dudar sobre lo bueno o malo de un patrón de conducta de sus hijos, son devorados por el consenso, que precisamente no ha hecho juicio crítico, sino se ha dejado llevar por los eufemismos bajo los que este sistema cultural oculta tan devastadoras conductas.

Es notable la creciente frecuencia con que se observa en plazas o esquinas a chicos cada vez más jóvenes, fumando cigarrillo, tomando alcohol o consumiendo marihuana e incluso otras drogas aun más nocivas.

De seguir así y no realizar un cambio radical en el rumbo adoptado, el horizonte que se avizora para las generaciones jóvenes es más que desolador: aumento en las tasas de suicidios, incremento de cuadros depresivos, violaciones, secuestros, desaparición y esclavitud en circuitos de trata, aumento de embarazos adolescentes, deserción escolar, falta de interés o de posibilidad de aspirar a la universidad, o abandono de estudios universitarios o terciarios por indisciplina o falta de motivación o conflictos de otro orden. Subrepticiamente, de facto, se ha instalado una desvalorización de la vida de la juventud y un abandono a su propia naturaleza.

Es decir, nos encontramos en un muy complejo panorama sociocultural y no frente a un suceso coyuntural. Estamos atrapados en una cultura relativista en la que delegar responsabilidades es, por necesidad, un acto reflejo. Una Nación no puede subsistir con estratos de responsabilidad. Los resultados están a la vista.

El contexto de las drogas y adicciones

Las opiniones, en torno al tema de las drogas suelen partir de una conciencia no acostumbrada a la participación social y no predispuesta a la misma. Por tanto, los grandes cambios que implican el compromiso de todos los observamos y percibimos como utópicos, cuando no los desalentamos. La fragmentación social queda a su vez camuflada por las redes sociales que conectan virtualmente, simulan relacionalidad, pero que no unen verdaderamente.

Es preciso entender que el problema, visto desde la óptica más abarcativa, son las drogas en sí mismas, la nocividad de su consumo. El narcotráfico y las atrocidades que éste acarrea son una consecuencia. El Estado debe encargarse de la lucha contra el narcotráfico y brindar todos los medios posibles para prevenir, atender y revertir el consumo. Desde el punto de vista de la dimensión sociocultural y la responsabilidad civil, debemos considerar que cuando el poder de la oferta -el narcotráfico- es tan grande e implica la responsabilidad y participación de toda la sociedad, pero excede en demasía sus capacidades y su rol, este sector debe centrarse en evitar la demanda. Y aquí es indispensable entender y aceptar que la realidad de la demanda, la realidad de la persona con la atracción y la adicción, es la que nosotros a través del tiempo hemos construido. Las épocas culturales no brotan de la nada.

Es sumamente llamativa la contradicción de absolutizar el carácter exclusivo de la realidad humana como una construcción socio-cultural producto de la voluntad y simultáneamente afirmar la inexorabilidad de algunos aspectos de la misma.

Es desde este desentendimiento que empezamos a realizar afirmaciones como: “terminar con el tabú que niega la realidad de que se consumen drogas”, que vuelve inevitable implementar una estrategia de “reducción de daños”, que implica hablar de “drogas menos malas”. O eslóganes que esbozan indescifrables intenciones, al proponer pasar de “un mundo libre de drogas” a “un mundo libre del abuso de drogas”. El verdadero y único tabú ya lleva décadas y es el de vivir y promover una cultura ajena a la verdad, al cuidado y respeto inalienable de la dignidad de las personas, a velar sobre todo por los más vulnerables (en este caso los jóvenes), a promover una sociedad virtuosa, a nivelar hacia arriba, a despojar la insustancialidad y a cultivar los valores que enaltecen al ser humano y lo hacen tomar conciencia del sentido trascendente de la vida.

También se argumenta distinguir el uso recreativo del abuso y de la adicción, cayendo en el permisivismo. La psicóloga Celia Antonini escribió en Infobae: “Debemos hablar de las fatales consecuencias del consumo de estas sustancias. Y desterrar y discutir todo romanticismo en relación a ellas: las drogas destruyen, matan y generan millones de vidas perdidas en el mundo. Por supuesto, están los adictos francos, los que solo prueban alguna vez, y los que pasan solo por un período de abuso y no consolidan una adicción. Pero en los tres tipos de consumidores, puede pasar lo de ayer en Costa Salguero (…) Quien empieza a drogarse tiene tres destinos: el mejor que puede llegar a tener es el hospital, después está la cárcel y después el cementerio.”

El problema no es la ley sino la cultura. Aquí lo que subyace es la resignación a que hay cierto nivel de este flagelo que es inextirpable en la sociedad y, por tanto, estamos siempre subordinados al azar de sufrir o no las consecuencias de ello. Tomar las riendas es decir que el fracaso no es una opción. Ninguna medida del corto plazo debe contrariar las de largo plazo. Es por proceder de esta forma que estamos permanentemente centrados sobre las consecuencias, para luego concluir que es una realidad cultural insorteable, irreversible y ante la cual nuestro accionar es estéril.

Resulta imposible prevenir una conducta si en simultáneo se la promueve. La prevención implica, entonces, instituir en la conciencia social, familiar e individual, la naturaleza nociva de cualquier droga.

Es también determinante incorporar el componente solidario, para entender que las mismas sustancias inciden de diferentes formas en distintas personas y en diversos contextos socioculturales, afectando sobre todo a los sectores sociales más vulnerables y marginados del sistema socioeconómico.

La “familia social”

Desde una perspectiva social, todos -los que tengamos una madurez racional- somos padres. Porque somos los responsables de marcar el camino a la generación que precedemos.

El deterioro de los vínculos familiares imposibilita la transmisión efectiva de los valores trascendentes. Las relaciones humanas son cada vez más superficiales. La irrupción de la tecnología con propósitos de entretenimiento, en general, establece bloqueos en los diálogos familiares.

Estamos ante una cosmovisión cultural que aísla o incluso enfrenta a los padres de los hijos. Hay una radical pérdida del respeto a la autoridad y de la estructura jerárquica familiar, que debe poseer gran flexibilidad pero mantener una naturaleza vertical. Los padres no deben comportarse como amigos de los hijos.

Lo hijos quieren y piden límites a sus padres, aunque no lo expliciten.  No es un diálogo de conciencias; es un diálogo de naturalezas, porque implica el vínculo natural de los padres que guían y protegen a sus hijos. Cuando eso no sucede, esa naturaleza lo traduce como desamor y se revela y se rebelan.

Así, el exceso de libertad termina en abandono, porque un adolescente no está capacitado para administrar totalmente su naturaleza. No puedo darle información y librarlo a que haga lo que a sus impulsos le plazcan. Para saber elegir lo que le hace bien, y no reprimir, debemos explicar la naturaleza limitada de la libertad. Lo que sucede es que el relativismo moral conduce a cambiar lo naturalmente bueno por “naturalizar” lo que es malo. Y puede llevar a conductas autodestructivas bajo la ilusión de elegir. Pero la conciencia se fortalece cuando comprende y acepta los límites morales. De lo contrario se debilita y es más propensa a ceder ante las tentaciones de cosas atractivas pero negativas, y ante la adversidad. Es preciso forjar dentro de la personalidad el autocontrol y la disciplina que permiten obedecer normas sociales. Objeto imposible ante una permisividad indiscriminada.

Revertir el déficit educativo familiar exige que los hijos se nutran de los valores y virtudes principales del ser humano.

Que sepan que amar es hacerse responsable de una persona, que no incorporen un sentido de cosificación de la mujer y del hombre, que es posible construir vínculos fuertes y permanentes si están basados en el amor. Promover el compañerismo, la solidaridad, el respeto a la autoridad, el sentido de la responsabilidad de las propias acciones. Inducir a la autodisciplina, al deporte. Fomentar la pasión por el conocimiento, la formación intelectual, la lectura, el conocimiento de la historia de su país y el amor a él, la predisposición de aportar a lo colectivo, el desapego de la idea materialista de la vida, la cultura del trabajo y el esfuerzo. Que entiendan que los verdaderos ejemplos de vida no son los ídolos que presenta la cultura mediática; que se fijen metas trascendentes en lugar de estar a la deriva de las circunstancias.

Es acuciante modificar el ecosistema social, constituido por la realidad de la persona, la familia y la sociedad, bajo la premisa fundamental de que los valores morales son atemporales y no relativos al tiempo. Ni todo pasado fue mejor ni el paso del tiempo acarrea en sí mismo grandeza y prosperidad.

Defender valores no es ser anticuado, es preservar el eje de la virtud, la moral, la sensatez, la responsabilidad, la solidaridad y la justicia que hace posible una Comunidad.

No alcanza con asegurar el contexto familiar, es preciso trascender esa dimensión y trabajar para modificar urgentemente el plano social.

Los hechos extremos deben servir para frenar la anestesia social y darse cuenta de que no es que espontáneamente se ha cometido un error, sino que hace tiempo tomamos un rumbo equivocado que se ha perpetuado por inercia.

La evolución no se produce en compartimentos estancos ni por fatalismos independientes de nuestra voluntad, sino altamente condicionada por ella. Existir implica una responsabilidad histórica.

Finalmente, la historia de nuestra conducta revela con claridad que la libertad no es libertad cuando elegimos optar por aceptar un umbral básico de fracaso sino cuando una sociedad se esclaviza al deber de cuidar todas las dimensiones de lo humano.