Celebrar la democracia a través de cada acto eleccionario debería ser un motivo de alegría para todos los argentinos. Mucho más después de las épocas oscuras que hemos tenido que atravesar, donde vivir en democracia era tan solo un anhelo que parecía imposible de alcanzar. Quizás sea consecuencia precisamente de esas tristes épocas que aún hoy los argentinos, en lugar de disfrutar y festejar cada elección, las tengamos que sufrir.
Denuncias sobre fraude en los comicios se han escuchado siempre. Hasta se podría decir que es parte del folclore de cada elección, sin importar quién resulte ganador y perdedor. Tampoco seamos tan estrictos con nosotros mismos y reconozcamos que ese tipo de denuncias no es patrimonio exclusivo de los argentinos. Hasta en los Estados Unidos hemos escuchado alguna vez este tipo de denuncias, sobre todo cuando las diferencias entre ganador y perdedor fueron lo suficientemente exiguas como para levantar alguna suspicacia.
Pero con la misma honestidad intelectual, reconozcamos que en esta oportunidad pareciera que en nuestro país se estuviesen cruzando todos los límites. En el marco de la campaña electoral, hace muy pocos días atrás, un joven de 20 años resultó muerto a tiros en Jujuy. Dos espacios políticos se adjudicaron la pertenencia política del joven fallecido como forma de atribuir al otro la responsabilidad del crimen. Hasta la Presidente de la nación se involucró en esa dirección y nada menos que por cadena nacional. Dio la sensación, entonces, que la muerte del joven hubiese sido lo menos importante. Lo trascendente del episodio pareciera que era determinar a qué partido político pertenecía el desafortunado joven, para “victimizarse” así el partido de pertenencia.
Otro grave episodio ocurrió en el acto eleccionario en Tucumán. A la vista de todo el mundo, se quemaron 40 urnas y se abrieron otras tantas, con total impunidad y toda violencia. Refriegas entre personal de Gendarmería y quienes se dedicaron a ensuciar el comicio dejaron como saldo personal de Gendarmería herido e internado. Sin embargo, lo más triste de este también lamentable suceso es que desde las más altas autoridades del país, y otros que aspiran a serlo, se pretendió naturalizar todos estos hechos de violencia, como si fueran normales y habituales, y aquí no hubiese pasado nada. Naturalizar la violencia no es sabio ni prudente. De hecho, justamente a causa de esa naturalización es que cada vez sufrimos más y más, a lo largo y ancho de todo el país, los efectos de la inseguridad y el narcotráfico. Pero por sobre todo, de cara a una elección nacional, naturalizar todos estos actos y negarles la entidad, la gravedad y la peligrosidad que les corresponde no solo resulta sumamente imprudente, sino que pudiera alentar a que se reproduzcan en octubre.
Toda una curiosidad que, siendo la inseguridad y la violencia uno de los reclamos más exacerbados de la sociedad, para el Gobierno, que se interrumpa violentamente un acto eleccionario y que se roben, quemen y violen urnas a la vista de todos, sea una conducta normal y natural que no merece ninguna condena, ni ninguna consecuencia. Daría la sensación de que hemos mutado sin darnos cuenta de la democracia por la que tanto hemos peleado a un populismo que nos quiere llevar de regreso a otros tiempos en los que no primaba ni se respetaba la voluntad popular, sino la voluntad de unos pocos.
Tucumán demostró anoche que los argentinos queremos vivir en una república, y no en una republiqueta al estilo de la que parodiaba el genial Alberto Olmedo en su sketch de “El dictador de Costa Pobre”. Podría interpretarse que algunos solo aspiran a repartirse entre ellos sendas bandas con la inscripción “Tus amigos” y perdurar en el poder. Sin embargo, la gran mayoría de los argentinos queremos otra cosa para nuestra nación. Queremos vivir en democracia, respetar las instituciones y recuperar la república. Queremos volver a festejar la democracia y no a seguir sufriendo el populismo: la diferencia entre vivir con dignidad o sin ella.