A las puertas de un nuevo Gobierno, florece todo el entusiasmo y la esperanza de un futuro mejor. Mucho más cuando finaliza una administración que se caracterizó por dividir a los argentinos entre “ellos” y “nosotros”. División por cierto nada inocente si tenemos en cuenta que los derechos y las prerrogativas parecieron patrimonio exclusivo tan sólo de quienes se reconocían como integrantes del grupo correspondiente a los “nosotros”, donde todo parecía permitido o excusado.
Por el contrario, para quienes se encolumnaban en el grupo de los “ellos”, quedaban los retos, los gritos y las descalificaciones. Incluso existen denuncias por actos más graves y peligrosos, como espionaje, agresiones físicas y, por qué no decirlo, hasta muertes que al día de hoy no han sido esclarecidas.
Pareció cobrar vida aquella vieja publicidad que decía: “Pertenecer tiene sus privilegios”. Sobran nombres para retratar esta realidad. Hebe de Bonafini con sus Sueños Compartidos, Guillermo Moreno gritando “Acá no se vota” y ofreciendo guantes de boxeo a quien osara actuar conforme al derecho. Luis D’Elía tomando una comisaría, Amado Boudou justificando todas sus causas y sus falsos domicilios como simples casualidades. Leonardo Fariña contando con todo detalle por televisión cómo pesaban el dinero que se llevaban, para al otro día negarlo con total descaro, cual pieza de ficción. Del otro lado, quien tuviera el atrevimiento de cuestionar al Gobierno se exponía a la visita de algún inspector o a un escrache público. Cómo olvidar a aquel abuelo al que la Presidente tildó de “amarrete”, o cuando el titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos dio detalles de la situación impositiva de dirigentes de la oposición.
Para que todo esto no se vuelva a repetir lo primero que deberíamos erradicar de nuestras conductas es el fanatismo. Para administrar el país no se debe buscar un ídolo, sino elegir un Presidente. Quizás ahí radica nuestro pecado original. No elegimos administradores, sino que inventamos ídolos. Idealizamos de tal manera a quien elegimos para que nos gobierne, o nos fanatizamos tanto con el espacio al que pertenece que desnaturalizamos su rol y sus obligaciones. Lo peor es que, sin advertirlo, nos transformamos en fanáticos admiradores y enemigos naturales de quienes no lo son. A un ídolo no se lo cuestiona, se le perdona y permite todo. En ese devenir, el país queda relegado a un segundo plano, y lo importante pasa a ser la suerte que corra nuestro ídolo o nuestro espacio político. Es a él a quien se debe cuidar y preservar. Así es que nos hemos acostumbrado a escuchar que, aun a sabiendas de que no es bueno para el país, se vota igual tal o cual ley, porque lo que manda es la disciplina partidaria. Recordemos por caso a Miguel Ángel Pichetto, que, contra su convicción, votó a favor de la reforma del Código Civil o de la ley de abastecimiento sólo por obediencia. En otras palabras, entre lo que consideraba mejor para el país, se inclinó por lo que entendió que era mejor para su espacio político.
Nos encontramos a las puertas del ballotage. Es inminente la elección de un nuevo Presidente de la nación. Dos son las opciones: Mauricio Macri o Daniel Scioli. Sería prudente que al momento de elegir cada ciudadano tuviera bien presente que la opción por la que se incline debe priorizar al país y no a un espacio político. Debe guiarnos el mejor interés del país y no el fanatismo. No estamos optando por un bando, sino que estamos eligiendo un Presidente para la nación. Sería de desear que sea quien sea el candidato elegido, no lo desvirtuemos ni lo consagremos como ídolo; dejemos al fan de lado. Optemos por el que se nos presente como más idóneo y sepamos preservar al Presidente aun de nosotros mismos.