Por: Silvana Giudici
El balance de estos diez años de kirchnerismo en el país puede abordarse desde varias perspectivas -política, económica o social- pero si se aborda desde la relación con los medios de comunicación se podrá describir una síntesis perfecta de la concepción de poder que Néstor Kirchner desarrolló desde sus primeros años de gobernador de Santa Cruz y consolidó al acceder al gobierno nacional.
Al igual que en la provincia, las primeras acciones se desplegaron en silencio, a través de la distribución de recursos públicos para coptar voluntades. La pauta oficial, que se incrementó 1678% desde el 2003 hasta hoy, y fue la herramienta principal a la hora de premiar o castigar líneas editoriales. Su distribución arbitraria funcionó, durante esta década, tanto como anzuelo fidelizador de algunos periodistas, como látigo represor de las expresiones críticas.
La sanción de la ley de medios y su aplicación discrecional ha permitido además la consolidación de un gran aparato mediático paraestatal. Empresarios enriquecidos al calor del gobierno pasaron a detentar licencias múltiples, reñidas con la ley sancionada y con la ética pública. Nada detiene a la señora Presidenta en su afán por controlar el relato. Como un gran espejo los medios funcionan devolviendo la imagen de los gobernantes. Lo positivo y lo negativo de sus rasgos se amplifican en la pantalla, y es por eso que la presión por mostrar sólo los aspectos benéficos, casi beatificadores de la imagen que Cristina Fernández de Kirchner tiene sobre sí misma, se profundiza hasta límites inimaginables.
Los rumores de una eventual intervención al grupo Clarín o la expropiación de las acciones privadas de Papel Prensa, son un ejemplo de esa presión y de la formidable escalada que registró el conflicto con los medios durante el presente año electoral. Admoniciones presidenciales, persecución fiscal o censura se despliegan sobre periodistas, consultores económicos, organizaciones de defensa al consumidor, actores o directores de cine o sobre cualquier ciudadano que piense diferente, como una de las características más graves de la política de control del relato. En esta última y desangelada etapa de la década kirchnerista el disenso está prohibido y nada es suficiente para exterminarlo. Ni la Constitución ni el respeto por las instituciones y la independencia del Poder Judicial son suficiente obstáculo para las ansias de imponer una “Cristina eterna”.