Por: Silvana Giudici
Con la elección del domingo pasado, terminó una forma de hacer política en la Argentina: la del autoritarismo.
Se advirtió en la puesta en escena del gabinete nacional en el búnker de campaña. Con la curiosa ausencia del secretario de Comercio Interior Guillermo Moreno, el Presidente en ejercicio Amado Boudou pronunciaba hasta el hartazgo el nombre de Néstor Kirchner como forma de conjurar el trance y a la vez disfrazar el aplastante mensaje de las urnas. Los argumentos utilizados causarían cierta perplejidad si no hubiéramos escuchado a la Presidenta ensayarlos en las PASO sobre la victoria en la Antártida. “Retuvimos la mayoría parlamentaria”, “somos la fuerza más votada”, esgrimían esta vez, mientras los números hablaban solos y se perdía en bastiones donde el oficialismo se creía invencible.
La primera reflexión post electoral debería enfocarse entonces en cómo en dos años se desvaneció el capital político acumulado de un espacio que detentó la mayor concentración de poder político y económico desde el retorno de la democracia. La respuesta está justamente allí, la democracia no soporta modelos hegemónicos, en los que el disenso se convierte en un motivo de castigo y no en una sana forma de fortalecer el sistema democrático.
Ganó, ayer, una nueva forma de ser argentinos, con ciudadanos comprometidos que defienden el derecho de decir no, de interpelar a los funcionarios sospechados de corrupción y pedir la cárcel para ellos. Prevalece en la sociedad el gen que afloró durante el #8N, nadie se hace el distraído, nos comprometemos todos por un país sin autoritarismos y sin corrupción y lo expresamos en las urnas.
Pero, lo más importante y sustancial, es que quedó derrotada junto al oficialismo su peor herramienta, el cepo a la palabra.
Queda claro que la política comunicacional que el gobierno nacional aplicó durante una década nos costó a los argentinos cerca de 7000 millones de pesos por año. Los recursos públicos dedicados a la cooptación de medios, a la publicidad oficial, al Fútbol para Todos, a la televisión digital, a los medios públicos y su formidable aparato de persecución del disenso, se dilapidaron en desmedro de las prioridades que realmente le importan a la sociedad.
La formidable maquinaria de propaganda gubernamental no alcanzó para ocultar los reclamos de una sociedad movilizada que advirtió hace tiempo que el “modelo” hace agua si no atiende el bienestar de todos. Los reclamos sobre la inseguridad o la inflación, o el calamitoso estado del transporte ferroviario no fueron siquiera escuchados.
Mientras la sociedad reclamaba políticas públicas el gobierno ofrecía 7D y comenzaba una loca carrera contra cualquiera que opinara diferente. Campanella, Darín, recientemente Alfredo Casero, sufrieron la presión junto a las consultoras privadas o a las organizaciones de consumidores obligadas a no publicar más índices de precios. En vez de combatir las causas de la inflación se combatieron “los mensajeros”, diarios, anunciantes, empresarios inmobiliarios o ciudadanos fueron perseguidos solo por expresar datos de la realidad o críticas al gobierno.
Cómo olla de presión el modelo autoritario fue acumulando rechazo. La elección que ganó tan holgadamente Gabriela Michetti en la Ciudad de Buenos Aires expresa el inicio del tiempo de cambio.
El camino es largo, recuperar la confianza, respetar el valor de la opinión del otro, y consolidar la unidad de la sociedad que hoy se muestra divida es un trabajo de todos.