Cuando uno se entera que antes de 1959, sólo en Guanabacoa, había ocho firmas productoras de calzado de calidad, no puede menos que indignarse, o entristecerse.
Guanabacoa, uno de los quince municipios que hoy conforman la provincia de La Habana, mundialmente es conocido por ser la patria chica de tres grandes de la música y la cultura cubana: Ernesto Lecuona, Rita Montaner e Ignacio Villa, Bola de Nieve. También por sus santeros y babalaos.
Antes de 1959, Guanabacoa y Rancho Boyeros eran dos de los territorios más industrializados de la capital. A ellos se sumaría Marianao, la ciudad que progresa, como rezaba el slogan. A pesar de las ruinas habaneras, el olvido de los más viejos, agobiados por la supervivencia diaria, y la desinformación y apatía de los más jóvenes, vale la pena desempolvar el pasado de localidades de Cuba que vivieron tiempos de auge y esplendor en la industria y la economía.
En el idioma de los taínos, Guanabacoa significa “tierra de ríos y lomas”. La Villa de Pepe Antonio, como popularmente le llaman, fue fundada por los españoles el 12 de junio de 1554. Su prosperidad se inició en los siglos 17 y 18 y ya en los siglos 19 y 20 se destacaba por su desarrollo económico. A unos 5 kilómetros del centro de La Habana, tiene alrededor de 113 mil habitantes. Es el municipio con más cementerios del país, 6 en total, incluidos dos judíos.
En la Guía Provincial de La Habana (1944), reproducida en el sitio online El Güije, se encuentran datos sobre aquella Guanabacoa que se nos fue. Cita obligada es Pedro A. López, natural de Laredo, Santander, que llegó a la isla en 1887 y desde sus inicios se dedicó al ramo de la papelería. Fundó tres importantes fábricas. La primera en 1925, de sacos de papel, en El Cerro, que producía todos los sacos para envasar azúcar que Cuba necesitaba. La segunda de cartón, en 1938, en Guanabacoa, cuya producción se distribuía en el mercado nacional. Y la tercera, en la misma localidad, una fábrica de colorantes y condimentos. El colorante utilizado era natural y se convirtió en sustituto del costoso azafrán.
Otro español ilustre fue José Bravo, dueño de La Casa de los Catalanes, que no era catalán, si no asturiano. Desde que en 1928 llegó a Cuba se asentó en Guanabacoa. En 1942 abrió el negocio, que siempre estuvo dedicado a la venta de tabacos, cigarros, fósforos y billetes de lotería.
Unos propietarios eran extranjeros, otros cubanos, como Salvador Rovira, dueño de La Imperial, fábrica de dulces especializada en jaleas y conservas en pastas y latas. Antonio González Cuéllar fundó la panadería y repostería El Louvre, famosa por la alta calidad de sus materias primas. Dos cubanos, Bernardo e Ignacio Uriarte, en 1941 decidieron trasladar de una céntrica calle habanera a otra guanabacoense, los Labarotarios Uriarte, productores de jarabes y píldoras muy populares entonces. Es probable que estos Uriarte estuvieran emparentados con Florencio Uriarte Ercoreca, uno de los dueños de la Ferretería El Progreso. El otro dueño, Teodoro Leisa, también era vasco. Instalada en 1937, por su surtido y por el trato afable de sus dueños y empleados se consideraba la mejor ferretería de Guanabacoa.
Importante también fue el Tostadero de Café Regil, fundado en 1881 por Don Augel Regil y que en 1933 pasó a manos de José María Serna y los hermanos Enrique y Domingo Trueba. Los cartuchos de Regil eran envasados herméticamente, en la fábrica laboraban 75 empleados y con una flota de 16 camiones pequeños, lo repartían por toda La Habana y parte de las provincias de Pinar del Río y La Habana. Las dos marcas de café más vendidas en Cuba antes de 1959 eran Regil y Pilón.
Pero el número uno se lo llevaban las industrias de las confecciones y el calzado. En Guanabacoa existieron 5 talleres de confecciones. Tres llevaban los nombres de sus propietarios: Benito Pérez e Hijos; Humberto González Espuch, dedicado a la ropa de hombre; Isidoro Marín Padilla, camisas y ropa interior de la marca Boston Sport. A ellos se suman la Compañía de Confecciones S.A., con 250 empleados y una producción mensual de 5 mil docenas de piezas, entre camisas, pantalones y ropa interior, y la American Textil S.A., que elaboraba materia prima para toda clase de colchonería.
La industria del calzado contaba con 8 fabricantes: Pupy, del cubano Octavio García Cartaya, quien junto a sus siete hermanos y tres empleados se especializaron en calzado infantil; Sr. David Melcer; Señores Mendoza y Arbelo; Gercowiky y Mordhowicz, rusos; Osinski, Ozeski y Stern, polacos; Natan Wager & Co, también polacos; Martínez y González, cubanos, y The Dorothy Shoe, de Carlos Zelcer, lituano. Todos estos talleres o chinchales elaboraban zapatos de gran calidad, cualquiera los podía adquirir y llegaron a tener una selecta clientela.
Es que el cosmopolitismo de La Habana no se concentraba solo en las barriadas del Vedado y Miramar; las tiendas exclusivas situadas en Galiano, San Rafael y Neptuno; los hoteles, teatros y cabarets. Se extendía a todos sus municipios. Es el caso del cine-teatro Lutgardita, en Rancho Boyeros: pese a su actual nombre, Sierra Maestra, y la desidia de las autoridades, por su diseño y arquitectura, figura entre los inmuebles de interés para los especialistas.
Cuando uno se entera que antes de 1959, solo en Guanabacoa, había 8 firmas productoras de calzado de calidad, no puede menos que indignarse -o entristecerse- cuando lee lo que la periodista independiente Gladys Linares en un artículo reciente en Cubanet escribió sobre la escasez de zapatos:
“Una opción muy socorrida la podemos ver muchas veces en los portales o en áreas cercanas a centros comerciales: algunas personas venden zapatos recuperados por los ‘buzos’ de los contenedores de basura, que previamente arreglan y limpian. Su precio puede oscilar entre los 4, 5 o 10 pesos convertibles. Y aunque no se crea, siempre aparecen compradores, sobre todo entre los ancianos y jubilados”.