El pozo K: la gran causa nacional y popular

Yamil Santoro

Mientras leía el otro día, caí en un pozo. No era un pozo cualquiera, era “El pozo” de Augusto Céspedes. Una historia que cuenta el conflicto entre paraguayos y bolivianos por un pozo. Los bolivianos morían de sed y en su búsqueda de agua deciden ir a ver si en un viejo pozo abandonado podían encontrarla. Tras mucho tiempo de infructuoso trabajo llegan los paraguayos con la misma intención por lo que empieza una guerra por la conquista y defensa del pozo seco. Mantengamos esta idea en mente por un par de párrafos.

Existen dos formas de organizarnos como sociedad: de forma centralizada y de forma descentralizada. Esto tiene que ver con “desde dónde” se toman las decisiones estratégicas. En la visión centralizada existe un ente central que baja una línea conductora. Esta es la visión colectivista. Según esta conviene que haya un ente superior que determine el rumbo de los súbditos.

Por otra parte tenemos la visión individualista o humanista planteando que es preferible que cada individuo realice sus propias elecciones y su propia planificación. Esta visión tiende a que menos cosas queden libradas al capricho de un gobernante y entiende que el orden deseable, es la sumatoria de decisiones aisladas de múltiples individuos que manejan información dispersa y preferencias subjetivas, gustos propios.

Estas dos visiones son antitéticas: más Estado (socialismo) o menos Estado (liberalismo). Se trata, en definitiva, de enfoques principistas. Terminan siendo fundamentalismos si se los pone antes de los fines. Esto termina generando posiciones radicales que sostienen que lo privado siempre es bueno y lo público siempre es malo, o viceversa. Debemos abandonar el dogmatismo cuando hablamos de política. Liberalismo, socialismo, ¿para qué? Las ideologías son como un pozo que, mal entendidas, pueden volverse un fin en sí mismo con el que uno se obsesiona y trabaja sin importar el resultado: como los bolivianos de la historia.

Cuando liberales y socialistas debatimos, solemos perder de vista la finalidad del debate: qué es lo que queremos construir. Los cómo, las estrategias, es donde diferimos. Lo interesante es que solemos enfrascarnos en debates acerca de las estrategias sin tener antes definidos los fines. Este debate responde a “¿cómo lo queremos conseguir?”.

Creo que es hora de reorientar buena parte del debate político a la elaboración de un diagnóstico sensato y, a partir de ahí, pensar las variantes de país que podemos desarrollar. Algunos preferirán la coordinación centralizada, otros preferiremos el orden espontáneo, pero los beneficios de cada abordaje jamás pueden calcularse si primero no elegimos un modelo, una meta. Antes es imposible.

Como ciudadano, para pensar en una meta general primero es necesario contar con una meta individual. Esto permite “delegar” la toma de una decisión estratégica. En cambio, si estamos desprovistos de sueños y metas, quienes deben tomar las decisiones por nosotros estarán sustituyendo nuestra voluntad. El autoritarismo representa la expresión política en la que la voluntad de la persona queda confundida con la del Estado. Se abre así el primer debate: ¿qué queremos? Agua, en nuestra historia.

En relación a esta pregunta existen dos respuestas: el autoritarismo (y su expresión contemporánea, el populismo) por un lado y el libertarianismo por el otro. Mientras que la primera considera que existe una causa anterior a las personas (dogmatismo, razón de Estado) la segunda considera que no existen, precisamente, causas anteriores. No existe lo bueno en sí para todos.

El primero es un modelo ordenado. La violencia del totalitarismo trae orden, uniforma. Ahí existe “lo bueno” y “lo malo”, le facilita la existencia a quienes no quieren pensar o no se animan a reconocer que tienen preferencias o gustos diferentes a los de otros, trae paz para quien tiene miedo a vivir. En cambio, el libertarianismo, la libertad, trae caos. Pero el caos es sólo posible en modelos analíticos, en las mentes de los observadores, en la pobreza del observador. La libertad, precisamente, nos desafía a con-vivir. Vivir con otros distintos a uno. Mientras que la libertad se potencia en la diversidad el autoritarismo tiende a terminar con nuestras diferencias. Lo diferente es un riesgo para los enemigos de la libertad.

Cada uno de nosotros es portador de una ideología. Tenemos un criterio estratégico que preferimos (colectivismo/socialismo – individualismo/liberalismo) y un criterio de valores con el que nos sentimos más a gusto (autoritarismo/uniformidad – libertarianismo/pluralidad). Desconocer qué criterio usamos para tomar decisiones nos lleva a volvernos funcionales a los discursos de otros.

Por eso insisto, antes de poder debatir las grandes causas nacionales primero debemos definir si creemos que existen valores supremos universales que deben imponerse a todos o si acaso creemos que cada persona puede tener su propio sistema de valores y preferencias. Luego podemos debatir qué sistema conviene para administrar de mejor forma lo primero. El que antepone los medios a los fines se engaña. El que equivoca esto termina dando la vida por un pozo seco y termina sin agua y sin vida.

Más allá de la coyuntura y de los rótulos, como planteaba Charly García en “El tuerto y los ciegos”, cuando la mediocridad se vuelve normal (en este caso el dogmatismo o la apatía) la locura es poder ver más allá. Hoy, ver más allá, es ver más allá del pozo en el que nos hemos metido.