Por: Yamil Santoro
“¿Pensaron alguna vez en suicidarse? ¿Conocen a alguien que lo haya intentado o logrado?”. Las preguntas surgieron en un debate tras ver la película Mar adentro, la historia de Ramón Sampedro, un tetrapléjico que decide morir tras 30 años de postración. Pedí a mis amigos que respondan por las redes sociales las preguntas iniciales. Más de 50 respuestas en pocas horas con historias desafiantes que cuestionaron el sentido de la vida. Cada suicida representa un argumento en contra de sobrevivir.
En “El mito de Sísifo”, Albert Camus plantea el problema del absurdo existencial y como sólo hay dos respuestas sensatas: mantenerse ocupado hasta morirse (evadirse – ocuparse) o suicidarse. Hablemos primero de quienes eligen morir.
Hay dos perfiles suicidas. Ambos han encontrado una respuesta suficiente al valor de la propia vida y por eso deciden quitársela, le ponen un valor irrefutable: menos que la muerte. Están quienes se matan por agotamiento y deciden que ya es suficiente (suicidio autorreferencial) y quien se mata para enviar un mensaje (suicidio referido a un tercero). Sobre el primero, quiero rescatar unas líneas de Charles Baudelaire en su “Carta a la madre”, donde describe la sensación: “¿por qué el suicidio?(…) Es, sobre todo, a causa de un cansancio espantoso resultado de una situación insostenible, demasiado prolongada. Cada minuto me demuestra que he perdido las ganas de vivir”. A este primer grupo me gustaría llamarlos pragmáticos, retienen la responsabilidad de su propias decisiones ante una expectativa de displacer futuro en contraste con todas las otras posibilidades imaginables.
En el otro lado están los idealistas, los que construyen su condena sobre algún elemento externo que les impide salir adelante. Habitualmente de características maníacas su mente vuelve una y otra vez sobre un mismo tema que los obsesiona y, ante la impotencia, se dejan ir. El maníaco suele fracasar en sus intentos, en el fondo responde a un déficit de atención y encuentra en el suicidio la única forma de tomar control sobre ese otro indomable. A este grupo me gustaría llamarlos idealistas, algo superior a ellos (distinto del placer) los convoca a cosificar su propia vida y convertirla en una herramienta.
Uno de mis próceres liberales favoritos, Leandro N. Alem, pone en evidencia la delgada línea que existe entre estas posturas, antes de suicidarse manifiesta: “He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa, pero que no se doble!”. Asume su derrota política y como buen romántico considera que se ha agotado su raison d’être (razón de ser).
Casi todos contamos con un mecanismo de defensa natural contra el hastío existencial: el interés. Un interés cambiante, adaptable. Nietzsche comenta al pasar en Humano demasiado humano que es el interés lo que va llenando los vacíos y hace desaparecer al hastío existencial. Ser conscientes de lo perfectamente absurdo de las cosas es liberador en tanto afloja las cadenas culturales que versan sobre nosotros pero como solía advertir Jaime Barylko una vez que pateamos el castillo de naipes de la herencia cultural es necesario volver a armarlo. Como Sísifo con su piedra cada vez que se nos derrumba el castillo debemos volver a construirlo, en eso consiste el juego del sentido de la vida.
El fantasma del suicidio siempre está presente en la vida del político, el caso de Alem es pedagógico en tanto ejemplifica una situación límite. Las ideologías son sistemas normativos/interpretativos que nos limitan, lejos de ser un abordaje teórico a la realidad, está compuesta por el conjunto de valores, creencias y herramientas mediante las cuales establecemos un criterio de orden o de Justicia. Las ideologías definen el nivel de satisfacción de cada uno de nosotros.
Hacer política con valores implica estar dispuesto a perder poder a causa de ellos. Dependiendo la circunstancia la relación poder/valores puede llegar a ser inversa y es en ese momento donde asistimos al momento del suicidio del político: ¿sacrificará una cuota de poder para sostener sus valores o la ideología cederá ante la circunstancia? Esta contradicción fatal se resuelve con una variable sanadora: la creencia en un futuro mejor, en que el curso de acción asumido permitirá compensar el desequilibrio generado entre la propia moral y la acción.
La otra forma de eludir las contradicciones es renunciando a tener un sistema normativo a priori. Una ética elástica que se amolda a las circunstancias. Quienes así proceden son sumamente versátiles, supervivientes naturales, que pueden adaptarse a cualquier circunstancia e inventar un relato a posteriori que justifique la acción pasada aunque implique una merma de poder. Justifican su presente a partir del devenir del pasado. Sólo mueren cuando todas las posibilidades de goce han sido agotadas.
Todo aquel que se evade del suicidio deberá darse una respuesta para enfrentar el hastío existencial otro día más. El relato al que recurra es anecdótico, mutante. Sobrevivir demanda estar dispuestos a actualizar el relato día a día. Así como recurrimos a justificaciones internas y externas para quitarnos la vida hacemos lo propio para seguir viviendo. El pragmático tenderá a ser conservador políticamente hablando, los idealistas aunque se adapten siempre tendrán el germen de la revolución en sus entrañas. La revolución implica la aceptación de la autodestrucción como uno de los posibles resultados.
Respeto enormemente a los suicidas, como Alem, en tanto han encontrado el valor de su propia vida. El corolario de esta nota es que sólo aquellos agobiados con profundas convicciones son capaces de quitarse su propia vida o de exponerse a su propia destrucción.
El suicidio requiere certezas que le son ajenas al sobreviviente.