Por: Adam Dubove
A pesar de encontrarse consagrado en nuestra Constitución, y como sucede con muchos otros aspectos de ella, el derecho a la libertad de asociación parece por momentos haberse convertido en letra muerta. La inscripción a un colegio profesional de forma compulsiva para ejercer una profesión emula – en pleno siglo XXI– a las guildas, una institución de neto corte medieval.
Un derecho fundamental que hace a la dignidad humana y sienta las bases para el progreso, como es la libertad de asociación, se ve constantemente vulnerado por un entramado de leyes y regulaciones que obligan a determinadas personas a unirse a corporaciones contra su voluntad.
Históricamente las guildas, cuyos orígenes se remontan a la Edad Media, funcionaron como una barrera de entrada a la competencia, que intentaba regular todas las variables del sector en el que se especializaban. Desde los procesos de producción y el mercadeo de los productos y servicios, hasta el progreso profesional y los horarios de trabajo, toda la vida comercial era delimitada por estas corporaciones. Este monopolio absoluto sobre la actividad económica era garantizado por el Estado, el rey o la autoridad a cargo, quien les otorgaba privilegios para regular la actividad.
Este sistema privilegiaba a aquellos artesanos y comerciantes que tenían buenas conexiones, a los que regenteaban los gremios, y al poder estatal que podía mantener un estricto control sobre la economía. Para el resto, las guildas eran malas noticias. Aquellos que querían ofrecer sus servicios debían indefectiblemente convertirse en aprendices y transitar un tortuoso camino que no tenía relación alguna con su capacidad, talento o aceptación de sus trabajos, su carrera se limitaba a cuestiones burocráticas y de privilegios. Y por supuesto, la pertenencia a una guilda y el acceso a todos esos privilegios requerían el abono de una cuota.
Todos aquellos que no pertenecían a las guildas se veían perjudicados. En la otra cara de la moneda, el resto de la población, convertida en rehén de estas corporaciones, debía pagar precios más altos, adquirir productos de baja calidad, y estar condenados a la uniformidad que se dictaminaba desde esas instituciones.
Este sistema de privilegios que se fue diluyendo luego de la Revolución Francesa, persiste aún hoy en algunos sectores. Uno de los ejemplos paradigmáticos de lo que podríamos llamar feudalismo del siglo XXI es el requisito que tienen los abogados en varias provincias y en la Ciudad de Buenos Aires. Un abogado que quiera ejercer su profesión en la Capital Federal no solo debe tener un título habilitante, además debe estar matriculado en el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal (CPACF).
La inscripción en el CPACF no garantiza conocimientos ni idoneidad, es un trámite burocrático que le permite a dicha institución recaudar el pago de la matricula inicial, cuotas anuales, y un monto fijo por cada intervención de un letrado al iniciar o contestar una acción judicial.
Pero es la naturaleza forzosa y monopólica del Colegio la que lo convierte en una amenaza para un ejercicio digno de la profesión. En su afán recaudatorio, los reiterados aumentos en las cuotas y bonos no solo impactan de lleno en la actividad del abogado sino que además generan obstáculos muchas veces insalvables en el acceso a la justicia para todos los demás.
El costo de acceder a la justicia resulta privativo para algunas personas, no solo por superar su capacidad económica y financiera para afrontar los gastos de un proceso judicial, sino porque además estos gastos suelen superar el monto que se intenta reclamar por la vía judicial. De esta manera, la carga que representan los costos que impone el Colegio sobre la población en general dificulta el acceso a la justicia, y priva a las personas de poder optar por un abogado, debiendo optar por un patrocinio jurídico gratuito, obligándolas a experimentar excesos de demoras y burocracia, o en el peor de los casos situándolas en un limbo en el cual no pueden acceder a los primeros por los altos costos y tampoco por la alternativa gratuita por no cumplir los requisitos.
Como si esto fuese poco la disposición de esos fondos por parte de las sucesivas administraciones del CPACF careció de todo control, o fue obstaculizado cuando se la intentó controlar, y lo único que se conoce del destino de los fondos recaudados es que son dirigidos hacia funciones que van más allá de las facultades autorizadas por la ley.
Entre tanto oscurantismo, vale destacar una alternativa que se presenta en las elecciones que tendrán lugar el próximo 29 de abril entre los abogados matriculados en la Capital Federal. Bloque Constitucional, encabezada por Daniel Rybnik, busca romper con los privilegios corporativos y su propuesta representa un salto abismal, desde una institución concebida hace 28 años con una estructura propia del medioevo, hacia una organización respetuosa de la Constitución y de asociación voluntaria.