Los sistemas sociales en última instancia debe ser juzgados por sus fundamentos éticos, es decir, por su capacidad de respetar la dignidad del ser humano, por la consideración a las sagradas autonomías individuales y, por consiguiente, a las mejores condiciones de vida posibles en este mundo, espirituales y materiales según sean las preferencias de cada cual dada la liberación máxima de las energías creativas.
Los socialismos en cualquiera de sus variantes significan quitar en mayor o menor medida la libertad de las personas por parte del monopolio de la fuerza que llamamos Gobierno. No tiene sentido alguno hablar de moral cuando no hay libertad. No es moral ni inmoral aquel acto que se realizó por medio de la violencia y es pertinente recordar que la libertad significa ausencia de coacción por parte de otros hombres. No es correcto extrapolar la idea de libertad en el contexto de relaciones sociales a otros campos como la biología o la física.
Como hemos subrayado antes, no se deja de ser libre en el sentido de las relaciones sociales cuando se comprueba que hay personas que alegan que no son libres de bajarse de un avión en pleno vuelo o de ingerir arsénico sin sufrir las consecuencias, ni son menos libres los que están aferrados al tabaco. En este contexto, carece de significación sostener que los pobres no son libres para comprarse un automóvil de lujo, con lo que se confunde la idea de la libertad con la de oportunidad. Sin duda que el lisiado no puede ganar una competencia de cien metros llanos, pero esto nada tiene que ver con la libertad en el contexto de las relaciones sociales.
Pero tal vez lo más relevante sea comprender que la libertad permite que cada uno se ocupe de sus asuntos sin que le resulte posible lesionar derechos de otros y, en ese ámbito, cada uno sepa que para prosperar debe inexorablemente mejorar la condición social de su prójimo, sea en campos espirituales o materiales, sea brindando buenos consejos o bienes y servicios que le agraden a sus congéneres. Así, en el terreno puramente material, los que aciertan obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos. Ese es el modo por medio del cual en una sociedad abierta se asignan derechos de propiedad. Los resultantes no son posiciones irrevocables, sino cambiantes siempre según la capacidad y la dedicación de cada cual para atender los requerimientos de otros.
Hoy en día desafortunadamente tienen mucho predicamento las distintas manifestaciones de socialismo, situación que, al dañar el derecho de propiedad de la gente, hace que la pobreza se extienda por doquier, a pesar de lo cual, cuando se presenta la posibilidad de pequeños islotes de libertad relativa, la consecuencia es un portentoso progreso.
Uno de los elementos centrales en este debate consiste en la igualdad. Ya en los albores de la Revolución Francesa, antes de los estropicios de la contrarrevolución jacobina, en los dos primeros artículos de la célebre Declaración se establecía la igualdad de derechos, pero nunca la manía moderna del pretendido igualitarismo de ingresos y patrimonios que, al imponer la guillotina horizontal, empobrece a todos, pero de modo especial a los más débiles. Esto es así porque los aparatos políticos, mediante la redistribución compulsiva de lo que la gente ya distribuyó voluntariamente con sus compras en el supermercado y afines, provoca consumo de capital que, a su turno, necesariamente reduce salarios.
Este es un tema crucial: entender que el único modo de elevar salarios consiste en incrementar inversiones. No hay magias posibles en economía, lo contrario permitiría que se aumenten ingresos por decreto, con lo que nos podrían hacer a todos millonarios. Pero las cosas no son así, hay que trabajar, ahorrar e invertir para elevar el nivel de vida. Y, a su vez, para atraer inversiones es indispensable contar con marcos institucionales civilizados de respeto recíproco.
En la medida en que los gobiernos jueguen al Papá Noel con el fruto del trabajo ajeno (ningún gobernante pone a disposición su patrimonio), los resultados serán nefastos. Es inaceptable concebir una sociedad como un gran círculo donde cada uno tiene metidas las manos en los bolsillos del vecino. Esto es lo que se conoce en economía como “la tragedia de los comunes”: lo que es de todos no es de nadie y, por tanto, son nulos los incentivos para usar adecuadamente los siempre escasos recursos. La forma en que se prenden las luces y se toma café en el ámbito privado no es la misma en ámbitos estatales.
Por supuesto que lo dicho en cuanto a lo que ocurre en mercados abiertos y competitivos no sucede cuando pseudoempresarios se alían con el poder político de turno para conquistar privilegios y prebendas a espalda de la gente. En este caso, sus ingresos y sus patrimonios no son el resultado de satisfacer a otros, sino que son la consecuencia de una miserable explotación.
Es habitual que se vea a la riqueza como un proceso de suma cero, es decir, que lo que tiene fulano es porque no lo tiene mengano. Esto no es correcto, la riqueza es un concepto dinámico, no estático, en el que nos pasamos de uno a otro los mismos bienes existentes. El que vende algo a cambio de dinero es porque aprecia más el dinero que el bien que entrega a cambio, viceversa con el comprador. Ambas partes se enriquecen en la transacción donde hay intercambios libres.
No es cuestión de decir que se trata de contar con “visiones nobles y sublimes” y que por ende no se aceptan explicaciones pedestres basadas en la ciencia económica. Si se habla de pobreza material y de sufrimiento de quienes viven una vida miserable, es indispensable recurrir a la economía. Sin embargo, es frecuente que no se quieran oír las recetas económicas serias, porque son “materialistas” y, simultáneamente, se alaban medidas económicas que arruinan a todos, pero muy especialmente a los más necesitados, puesto que cada vez que se sugieren dislates económicos de hecho se ataca a los más débiles por más buenas intenciones que se tengan (“Los caminos del infierno están pavimentados con buenas intenciones”).
Hay además una cuestión básica referida a que el conocimiento está disperso y fraccionado entre millones de personas en la sociedad. La institución de la propiedad privada hace posible el sistema de precios que, a su vez, coordina ese conocimiento disperso y fraccionado al efecto de servir las preferencias y los requerimientos de la gente.
He citado ad nauseam la ilustración que propone John Stossel, que nos imaginemos un trozo de carne envuelto en celofán en la góndola de un supermercado y cerremos los ojos, pensemos en el largo y complejo proceso por el cual ese bien está finalmente a disposición masiva de los consumidores. Los agrimensores en los campos, los alambrados, los postes y sus antecedentes que significan emprendimientos de décadas para la forestación y la reforestación, junto a los transportes, las cartas de crédito, el personal y tantas otras facetas, el arado, las cosechas, los fertilizantes, los pesticidas, el ganado, los peones y sus caballos, las empresas de riendas y monturas; en fin tantas actividades empresarias horizontal y verticalmente consideradas. Nadie está pensando en el trozo de carne en el supermercado, sino en sus tareas específicas y, sin embargo, el producto está en la góndola debido a la coordinación de millares de operaciones en el sistema de precios que trasmite información, como decimos, siempre dispersa y fraccionada.
Luego vienen los sabihondos que dicen: “No puede dejarse el proceso a la anarquía del mercado” e intervienen y producen desajustes mayúsculos en el celofán, la carne, la góndola y el supermercado hasta que no hay nada para nadie, en los casos en los que la soberbia de los burócratas es grande.
Por esto es que no tiene el menor sentido afirmar: “Es liberal en lo político, pero no en lo económico”. Es lo mismo que sostener que se cree en la libertad en el continente (el marco) y no en el contenido (en las acciones diarias de la gente). De nada sirve la libertad política que establece ciertos derechos si cuando se actúa todos los días comprando y vendiendo se bloquea la libertad. Y tengamos en cuenta que la actividad diaria se enmarca en un abanico de contratos, unos explícitos y la mayoría implícitos. Desde que uno se levanta a la mañana, se lava los dientes, toma el desayuno, hay contratos de compra-venta del dentífrico, la mermelada, el café, el microondas, la heladera, etcétera, el viaje al trabajo (contrato de transporte), el trabajo mismo (contrato laboral) y así sucesivamente con la educación de los hijos en los colegios o las universidades, los bancos, el estacionamiento de los vehículos y todo lo demás. Cuando los aparatos estatales se entrometen en estos millones y millones de arreglos contractuales, se generan problemas graves de desajustes y crisis varias.
Por otra parte, al distorsionar precios, la contabilidad, la evaluación de proyectos y el cálculo económico en general quedan desdibujados. En rigor, eliminados los precios, no se sabe si conviene construir caminos con pavimento o con oro (si alguien manifiesta que con oro, sería un derroche, es porque recordó los precios antes de eliminarlos). Pero lo relevante es mostrar que no es necesario llegar a este extremo para que aparezcan los problemas: en la medida de la intervención estatal, en esa medida surgen los cimbronazos.
Ya que estamos hablando de precios, es oportuno apuntar que cuando se imponen precios máximos a un producto, no sólo se expande la demanda y se contrae la oferta, con lo que aparecen faltantes, sino que los recursos tienden a volcarse a otros ramos, por lo que los funcionarios habitualmente extienden los controles a esos otros sectores y se van ampliando los efectos de las garras del Leviatán por todos los vericuetos de las relaciones sociales. Ese es el sentido del dictum de George Bernard Shaw al decir: “Un comunista no es más que un socialista con convicciones”.
En otros términos, los socialismos recortan libertades y por más que los ingenuos se alarmen por los Gulag, los controles policiales contra fenómenos que son consustanciales a la naturaleza humana, como la especulación, terminan por ahogar aquello que muchos de ellos querían preservar. Dicho sea al pasar, especulación quiere decir conjeturar que se pasará de una situación menos satisfactoria a otra que le proporcionará mayor satisfacción a quien actúa, y esto va para todas las acciones posibles. No hay acción sin especulación, los Gobiernos sólo deben velar para que no se lesionen derechos.
Por eso concluye el premio Nobel en economía Friedrich Hayek, en Los elementos morales de la libre empresa: “Está en la esencia de la sociedad libre que se debe recompensar materialmente no por hacer lo que otros nos ordenan hacer, sino por hacer lo que necesitan […] La libre empresa ha desarrollado la única forma de sociedad que mientras nos provee con amplias medios materiales —si eso es lo que queremos— deja al individuo libre para elegir entre recompensas materiales y no materiales […] Es injusto culpar al sistema como materialista, porque, en lugar de decidir por él, deja al individuo que decida si prefiere ganancias materiales a otro tipo de excelencias”. Por mi parte, por eso defino al liberalismo como el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros.