Me acaba de llegar un libro de Mark Ford titulado Persuasion. The Subtle Art of Getting What You Want. Pongo el asunto en contexto. Mark comió en casa a raíz de un congreso organizado por Inversor Global. Es el socio de quien fue otro de los comensales de esa noche, Bill Bonner. Éramos varios los que participamos en ese evento, por lo me sugirieron que lo agregue a Mark.
Me lo describieron como un billonario estadounidense, experto en administración de carteras. Por mi parte, tenía otra idea de esa comida en casa. Pensaba tratar temas muy alejados de lo crematístico, pero me pareció adecuado aceptar la sugerencia de invitarlo a Mark. Pues una vez más me equivoqué: nadie mencionó estrategias de inversión durante esa comida y Mark sobresalió por su versación en lingüística y filosofía. Es un ejemplo del “american way of life”: arreglaba techos mientras estudiaba por las suyas distintas facetas de la vida hasta que se convirtió en lo que hoy es, siempre como autodidacta, eligiendo los mejores libros para leer con verdadera devoción.
Después de esa comida, le escribí contándole el back stage de esa reunión en mi casa. Le confesé que cuando confirmó su asistencia le anticipé a mi mujer que ese invitado nos arruinaría la comida, dados los antecedentes más conocidos de ese personaje, nos desviaría de los temas que quería escudriñar con los otros comensales. También le dije de mi craso error, puesto que lo considero una de las personas más interesantes que he conocido y que su participación contribuyó grandemente a que la velada de marras fuera interesante para todos.
Pues bien, para entrar ahora en materia, la persuasión es naturalmente el instrumento para trasmitir ideas que uno cree que son conducentes al propósito que se persigue. Es lo que uno estima por el momento, aunque el conocimiento está teñido de corroboraciones siempre provisorias, abiertas a posibles refutaciones. Con esta prevención en la mente, tratamos de persuadir siempre atentos a nuevas argumentaciones.
De cualquier modo, Mark Ford con razón sostiene que desde el momento en que Eva lo persuadió a Adán para que coma la célebre manzana, prácticamente todo, para bien o para mal, es persuasión. La fabricación de la bomba atómica, la venta de un producto, la defensa en juicio, las guerras, las investigaciones médicas, la construcción de una vivienda, el ensayo, el libro, el artículo (este mismo, al efecto de persuadir de la tesis correspondiente), la participación en la radio o en la televisión respecto a las audiencias, el establecimiento de una banda de forajidos, la jardinería, la novela, la música, la transmisión de valores desde la cátedra, incluso las conversaciones en reuniones sociales, etcétera.
Un mal ejemplo de Mark es el que esgrime cuando se refiere a la construcción de las pirámides de Egipto, puesto que se trató de un ejército de esclavos y no hay persuasión cuando se usa la fuerza. Los impuestos no persuaden, de lo contrario, no se necesitaría la fuerza o la amenaza de violencia para lograr el cometido. Los aparatos estatales autoritarios no persuaden, imponen. El socialismo es la antítesis de la persuasión, mientras que el liberalismo es un buen ejemplo de persuadir, ya que se basa en el respeto recíproco.
Mark Ford señala que hay diversos modos de persuadir. El más potente es decir o escribir sobre temas que implican una forma de análisis distinto a los lugares comunes y los calcos de lo ya dicho o escrito. Sin embargo, al mismo tiempo, el autor destaca que, dejando de lado las formas, las ejemplificaciones diferentes y la exploración de distintos andariveles para que se entienda lo ya dicho y escrito, está presente lo que bautiza como “el momento ¡ah!”. Esto es, el instante en que se logró trasmitir la idea. Este momento es, a su vez, consecuencia de la reiteración del valor o del principio que está en juego. En este último sentido, ilustra con un vaso con agua. Se va llenando gota a gota, pero el momento en que el vaso rebalsa, el momento en que una gota adicional hace la diferencia es el clímax de la persuasión, aunque las gotas anteriores son imprescindibles para el instante decisivo donde se produce la explosión, a saber, el entendimiento de lo que se venía diciendo.
Como lo dice el propio Mark, este análisis del buen trasmitir o el persuadir efectivamente es una preocupación y una ocupación que viene desde los griegos con su estudio y su perseverancia en la retórica, que cubría básicamente tres grandes campos: el logos (lo puramente racional), el pathos (más bien emocional) y el ethos (lo vinculado a lo moral), todo en el contexto del análisis psicológico al efecto de lograr el objetivo de persuadir.
Desde luego que el autor del libro que venimos comentando enfatiza en la importancia de la articulación del discurso en cuanto a la claridad en la exposición, el orden, un buen estilo y, sobre todo, la consistencia. Pone de relieve que hay una tríada en la presentación que se basa en la parte introductoria o la apertura del discurso, la parte media y la final. La primera debe despertar el interés de lo que se va a decir o escribir. Comenta Mark que es habitual que en esta sección inicial el orador o el escritor se enreden en digresiones que disminuyen el interés, en lugar de atraer hacia el punto en los primeros reglones o en los primeros minutos de la exposición. El capítulo intermedio es en el que se presentan las pruebas de lo anunciado. Pruebas que no necesariamente son empíricas, sino que se trata de razonamientos que pongan al descubierto la razón de lo dicho ya en la apertura del discurso. Y, finalmente, las conclusiones, que deben ser sumarias y contundentes, estrechamente vinculadas con las secciones anteriores.
Por supuesto que el modo de trasmisión debe ser agradable, nunca levantar la voz o imprimir oraciones todas en mayúsculas, como si se estuviera gritando. Basta con cursivas discretas para resaltar algo de lo dicho. En el intento de persuadir por la vía oral, la educación y los “manners” deben ser cuidados. Sólo cuando no hay argumentos se recurre a la mala educación y al ad hominem. Esto último recuerda un cuento de Jorge Luis Borges donde describe un intercambio de dos personas, una de las cuales le arroja un vaso de vino en la cara al interlocutor, a lo que su contertulio, sin inmutarse, le responde: “Eso fue una digresión, espero su argumento”.
Hay otro aspecto de este asunto y se refiere a la autopersuasión o la persuasión del propio yo, que se traduce en el indispensable estudio y preparación, mucho antes de pretender la persuasión de terceros y, como hemos puntualizado, siempre en la punta de la silla para incorporar otros argumentos, incluso contrarios a los que sosteníamos como valederos.
En este sentido, reitero lo dicho en otra oportunidad sobre la felicidad, que es la meta de todos, puesto que un humano no puede encaminarse a lo no felicidad, ya que cualquier cosa que haga es porque lo prefiere antes que otras variantes o alternativas, ya se trate de fines sublimes o ruines. Nadie puede actuar contra su propio interés (si no está en interés del sujeto actuante, ¿en interés de quién estará?).
En otros términos, antes de pensar en persuadir es conveniente contar con la debida autopersuasión en el contexto de una adecuada comprensión del valor de la felicidad, que, en última instancia, resulta inseparable de la idea de persuadir a otros, porque de lo que se trata es de ofrecer mayores dosis de felicidad.
La vida está conformada por una secuencia de problemas de diversa índole, lo cual naturalmente se desprende de la condición imperfecta del ser humano. La ausencia de problemas es la perfección, situación que, como es bien sabido y sentido, no está al alcance de los mortales.
Por otra parte, las dificultades presentan oportunidades de crecimiento en las personas al intentar resolverlas y sortearlas. Ahora bien, el asunto no consiste en buscarse problemas, sino en mitigarlos en todo lo que sea posible, a efectos de encaminarse hacia las metas que actualicen las potencialidades de cada uno en busca del bien, ya que incorporaciones de lo bueno es lo que proporciona felicidad. Lo malo, por definición, naturalmente hace mal y, por ende, aleja de la felicidad, que de todos modos es siempre parcial, puesto que, como queda dicho, el estado de plenitud no es posible en el ser humano. Se trata de un tránsito y una búsqueda permanente.
El bien otorga paz interior y tranquilidad de conciencia que permiten rozar destellos de felicidad, que es la alegría interior sin límites. Pero no se trata solamente de no robar, no matar, acariciar a los niños y darles de beber a los ancianos. Se trata de actuar como seres humanos contestes de la enorme e indelegable responsabilidad de la misión de cada uno de contribuir aunque más no sea milimétricamente a que el mundo sea un poco mejor respecto al momento del nacimiento; siempre en el afán del propio mejoramiento, sin darle descanso a renovados proyectos para el logro de nobles propósitos.
Los estados de felicidad, siempre parciales por las razones apuntadas, demandan libertad para optimizarse, ya que esa condición es la que hace posible que cada uno siga su camino sin que otros bloqueen ese tránsito ni se interpongan en el recorrido personalísimo que se elija; desde luego, sin interferir en idénticas facultades de otros. Los atropellos del Leviatán necesariamente reducen las posibilidades de felicidad, sea cual fuera la invasión a las autonomías individuales y siempre debe tenerse en cuenta que los actos que no vulneran derechos de terceros no deben ser impedidos, porque la responsabilidad es de cada cual. Nadie debe ser usado como medio para los fines de otros.
Y tengamos en cuenta, por último, que la felicidad abarca el hacer el bien a los demás. Todo depende de la estructura axiológica de quien se trate, pero, como queda dicho, no hay forma de escindir la acción humana de lo que le interesa a la persona. En este contexto, debe subrayarse que hacer el bien a los demás no se circunscribe a entregar lo crematístico, sino principalmente persuadir sobre principios y valores que ayudarán al receptor a mejorar por aquello de que “más vale enseñar a pescar en lugar de regalar un pescado”.