Recuerdo una de las tantas conversaciones que mantuve con el gran Leonard Read en su oficina de la Foundation for Economic Education, cuando trabajaba en la tesis para mi primer doctorado, becado por esa benemérita institución, en 1968. Siempre me beneficié enormemente con sus consejos y sus reflexiones.
En la oportunidad a que me refiero destacó la importancia y la necesidad de reiterar conceptos sobre los fundamentos éticos, económicos y jurídicos de la sociedad abierta hasta que se comprendieran y adoptaran. Al fin y al cabo —con humor traía a colación el conocido aforismo— “para novedades, los clásicos”, lo cual desde luego no desmerece las nuevas contribuciones que se acoplan a la línea argumental a favor de la libertad y el respeto recíproco. En esta misma dirección, tengo presente que en la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (Eseade), Pascal Salin, entonces en la Universidad de París IV, comenzó una conferencia con una pregunta retórica: “¿Prefieren que sea original o que diga lo que creo que es la verdad?”. En este sentido, ahora en gran medida vuelvo sobre lo que escribí hace años sobre la importancia de los buenos modales.
“El hábito no hace al monje” reza un conocido proverbio, a lo que Jacques Perriaux agregaba “pero lo ayuda mucho”. Las formas no necesariamente definen a la persona, pero ayudan al buen comportamiento y hacen la vida más agradable a los demás.
Hoy en día, en gran medida se ha perdido el sentido del buen hablar. En primer lugar, debido al uso reiterado de expresiones soeces. Las denominadas “malas palabras” remiten a lo grotesco, a lo íntimo, a lo repugnante y a lo escandaloso. Los que no recurren a esas expresiones no es porque carezcan de imaginación, es debido a la comprensión del hecho de que si se extiende esa terminología, todo se convierte en un basural, lo cual naturalmente se aleja de la excelencia y las conversaciones bajan al nivel del subsuelo. Por su parte, los términos obscenos empobrecen el lenguaje y como este sirve para pensar y para la comunicación, ambos propósitos se ven encogidos y limitados a un radio estrecho.
Entonces, aquello de que “el hábito no hace al monje, pero lo ayuda mucho” pone en evidencia una gran verdad y es que las apariencias, los buenos modales y, en general, la estética, tienen una conexión subliminal con la ética. Cuanto más refinados y excelentes sean los comportamientos y más cuidados los ámbitos en los que la gente se desenvuelve, más proclive se estará a lograr buenos resultados en la cooperación social y el indispensable respeto recíproco como su condición central.
Esto no significa que un asesino serial pueda estar encubierto y amurallado tras aparentes buenos modales, significa más bien que se tiende a reforzar y a abrir cauce al antes mencionado respeto recíproco. Se ha dicho en diversas oportunidades que en la era victoriana había mucho de hipocresía, lo cual es cierto de todas las épocas, pero no cambia el hecho de que en esa etapa de la historia el ocultamiento de lo malo traducía un sentido de vergüenza que luego se perdió bajo el rótulo de la sinceridad, que puso al descubierto las inmoralidades más superlativas con la pretensión de hacerlas pasar por acciones nobles.
Las normas morales aluden al autorrespeto y al respeto al prójimo en las respectivas preservaciones de las autonomías individuales basadas en la dignidad y la autoestima. De más está decir que lo dicho nada tiene que ver con el dinero, sino con la conducta, lo que ocurre es que en las sociedades abiertas los que mejor sirven los intereses de los demás son los que prosperan desde el punto de vista crematístico y, por ende, se espera de ellos el ejemplo, lo cual en los contextos contemporáneos ha mutado radicalmente, puesto que en gran medida los patrimonios no son fruto del servicio al prójimo, sino de la rapiña lograda con el concurso de gobernantes que se han extralimitado en sus funciones específicas de proteger derechos para, en su lugar, conculcarlos. Mal puede esperarse ejemplos de una banda de asaltantes.
La literatura, la escultura, la pintura y la música son evidentemente manifestaciones de cultura por antonomasia. Sin embargo, en la actualidad, tal como he consignado antes, por ejemplo, Carlos Grané apunta en El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales que el futurismo, el dadaísmo, el cubismo y similares son manifestaciones de banalidad, nihilismo, vulgaridad, escatología, violencia, ruido, insulto, pornografía y sadismo (en el epígrafe de su libro aparece una frase del fundador del futurismo, Filippo Tommaso Marinetti, que reza así: “El arte, efectivamente, no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia”).
¿Qué ocurre en ámbitos cada vez más extendidos en aquello que se pasa de contrabando como arte? Es sencillamente otra manifestación adicional de la degradación de las estructuras axiológicas. Es una expresión más de la decadencia de valores. En este sentido, otra vez, se conecta la estética con la ética. No se necesitan descripciones acabadas de lo que se observa en muestras varias que a diario se exhiben sin pudor alguno: alarde de fealdad, personas desfiguradas, alteraciones procaces de la naturaleza, embustes de las formas, alaridos ensordecedores, luces que enceguecen, batifondos superlativos, incoherencias múltiples y mensajes disolventes. En el dictamen del jurado del libro mencionado de Grané —que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco (presidido por Fernando Savater), en Guadalajara— se deja constancia de “los verdaderos escándalos que ha vivido el arte moderno”.
¿Qué puede hacerse para revertir semejante espectáculo? Sólo trabajar con paciencia y perseverancia en la educación, es decir, en la trasmisión de principios y valores que dan sustento a todo aquello que puede en rigor denominarse un producto de la humanidad, alejándose de lo subhumano y lo puramente animal, en un proceso competitivo de corroboraciones y refutaciones que apunten a la excelencia y no a burlarse de la gente con apologías de la fealdad y explotar el zócalo del hombre con elogios a la indecencia, la ordinariez y la tropelía.
Incluso la forma en que nos vestimos trasmite nuestra interioridad. La elegancia y la distinción se dan de bruces con los piercings, los tatuajes, los pelos teñidos de colores chillones, las estrambóticas pintarrajeadas del rostro y las uñas, la ropa zaparrastrosa y los estudiados andrajos en el contexto de modales nauseabundos, ruidos guturales patéticos que sustituyen la fonética elemental. La bondad, lo sublime, lo noble y reconfortante al espíritu naturalmente hacen bien y fortalecen las sanas inclinaciones. El morbo, el sadismo, lo horripilante y tenebroso dañan la sensibilidad y afectan lo mejor de las potencialidades del ser humano.
Hace años, con mi mujer observamos en un subterráneo londinense un enorme cartel con la figura de Michael Jackson con los labios pintados, cambios en la pigmentación y operaciones y estiramientos varios en el que se leía “If this is the outside, what goes on in the inside?”. También ingleses que trasmitían radio en el medio de la nada en África durante la Segunda Guerra Mundial lo hacían vestidos de smoking “to keep standards up”.
El deterioro en los modales que subestima la calidad de vida al endiosar la grosería y lo chabacano también tiende a anular el sentido de las expresiones ilustrativas que se consideran pasadas de moda, tal como cuando se aludía a una dama, que se utilizaba para indicar conductas excelsas y cuando se afirmaba de un hombre que “es antes que nada un caballero” quería decir mucho de sus procederes y de su rectitud. Ya Confucio, quinientos años antes de Cristo, escribió: “Son los buenos modales los que hacen a la excelencia de un buen vecindario. Ninguna persona prudente se instalará donde aquellos no existan” y, en 1797, Edmund Burke sostenía que para la supervivencia de la sociedad civilizada “los modales son más importantes que las leyes”.
Estimo que antes de las respectivas especializaciones profesionales, debería explorarse el sentido y la dimensión de la vida, para lo cual hay una terna de libros extraordinarios que merecen incorporarse a la biblioteca: The Philosophy of Civilization de Albert Schweitzer, Adventures of Ideas de Alfred N. Whitehead y Human Destiny de Pierre Lecomte du Noüy. Después de esa lectura tan robusta y de gran calado, entre otras muchas cosas, se comprenderá mejor el apoyo logístico que brinda la cobertura de los modales para preservar las autonomías individuales.
Hasta donde mis elementos de juicio alcanzan, en medios argentinos radiales y televisivos (aparte de reuniones sociales) es donde se concentra la mayor dosis de lenguaje soez. Hay quienes incluso se creen graciosos con estos bochornos, haciendo gala de un sentido del humor por cierto bastante descompuesto. Afortunadamente, este decir maleducado no se ha globalizado por el momento, al menos al nivel de la degradación argentina. Es de esperar que personas inteligentes y que también hacen aportes en diversos campos abandonen la grosería de sus expresiones al efecto de contribuir a la construcción una sociedad decente y se percaten de que la cloaca verbal se encamina a la cloaca.