En las últimas semanas hemos sido testigos del recrudecimiento de las acciones bélicas en Israel y Ucrania. La guerra es siempre una catástrofe que no se puede justificar bajo ninguna circunstancia y así lo expresó Juan Bautista Alberdi en su escrito de 1870: El Crimen de la Guerra. Por lo general se cree que el texto fue escrito en repudio a la Guerra del Paraguay o Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), pero la realidad es que Alberdi escribió ese texto (que sería publicado luego de su muerte) para presentarlo al concurso de la “Liga Internacional y permanente para la Paz” que se llevó a cabo en Europa al finalizar la Guerra Franco-Prusiana.
El libro comienza analizando el origen histórico del derecho de guerra, destacando la paradoja que se presenta al analizar los hechos realizados por un individuo y por una nación, siendo que por lo general hay actos que cometidos por individuos son considerados como un delito, pero que al ser cometidos por un país son tomados como algo heroico y noble. Así las cosas, para Alberdi el crimen de la guerra reside en que cada una de las partes que participa en el conflicto cree tener la verdad y que el derecho los apoya en sus “legítimos” reclamos, sin considerar por un instante en si al otro le corresponde aunque sea una parte de razón. Así las cosas, en el pensamiento alberdiano la única guerra justificada sería la que se hace para defender la propia existencia, pero considera que el exceso en esta defensa convierte al agredido en agresor, con lo cual pierde su legitimidad.
Al examinar las causas de las guerras, Alberdi encuentra que entre las principales están la búsqueda de territorios y de poder. Por esta misma razón, rechaza la idea de “guerra justa” porque sería lo mismo que hablar de “crimen justo”, o la idea de “guerra civilizada” porque sería lo mismo que hablar de “barbarie civilizada” una contradicción que no merece mayor análisis según él. Su propuesta para mitigar los conflictos armados se basa en la tradición medieval gala en la que cuando dos reyes estaban enfrentados, eran ellos los que tenían que luchar. Del mismo modo, proponía que las guerras fueran llevadas a cabo por los gobiernos y no por los ciudadanos, de esta manera habría menos posibilidad de conflictos.
En su opinión, la mejor manera de terminar los conflictos sería fomentando el libre comercio, ya que “cada tarifa, cada prohibición aduanera, cada requisito inquisitorial de frontera, es una atadura puesta a los pies del pacificador; es un cimiento puesto a la guerra”. En este sentido, la guerra debilita a los países porque les hace perder población y riqueza, ya que en lugar de fomentar el progreso fomenta el atraso. Por ello consideraba que el ferrocarril y el vapor eran mucho más provechosos que cualquier acuerdo internacional. Aunque lo más costoso de todo, según Alberdi, es que con la guerra se pierde la libertad. Es por ello que en su libro aboga por una paz basada en la libertad de comercio y la ausencia de proteccionismos.
Su visión en cuanto al futuro era muy optimista, aunque teniendo en cuenta lo que sucedió en el siglo XX se podría decir que ingenuamente optimista. Él pensaba que a medida que el siglo avanzara el progreso ayudaría a evitar las guerras por medio de tribunales supra nacionales que actúen como árbitros entre las naciones. Creía que una Sociedad de Naciones podría cumplir este rol, ya que los países a medida que progresaran se podrían dar cuenta de que la paz les convenía mucho más que la guerra. Más allá de estas consideraciones, Alberdi no fue antimilitarista, y creía en la guerra justa y defensiva. Por este motivo, desarrolló la idea de la legítima intervención internacional en un Estado independiente, si en este último se están violando los derechos individuales de las personas. Como una síntesis de lo que sería su pensamiento sobre todas estas cuestiones vale la pena citar una oración de El Crimen de la Guerra donde dice: “Una espada no es gloriosa por la sangre que ha derramado, sino por la que ha impedido derramar”.