En estos días se habla mucho de Tucumán y muy poco de un tucumano. Quizás esta sea una explicación de cómo están las cosas. El país que a comienzos del siglo XX estaba entre los más avanzados del planeta en la actualidad navega en un mar de mediocridad e intrascendencia que pocos presagiaban cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial. En algún momento nos salimos del camino, perdimos el rumbo y ya nunca más pudimos retomar la senda del crecimiento continuo que experimentamos desde el último tercio del siglo XIX en adelante.
En resumidas cuentas, nos apartamos de la Constitución de 1853 y dejamos que los ventajeros de turno se apropiaran del Estado para satisfacer sus propios intereses. Aquella Constitución nacida de la necesidad de establecer un gobierno con poderes limitados que garantice los derechos individuales y la propiedad privada fue producto de un grupo de convencionales que siguieron casi al pie de la letra las sugerencias realizadas por Juan Bautista Alberdi en su libro “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Precisamente un día como hoy pero de 1810, nacía este destacado tucumano que tanta influencia ejerció en el progreso argentino; aunque para ello no se valió de cargos públicos ni de fortuna familiar. No utilizó la violencia ni contó con grupo de matones a sueldo, ni gozó de simpatías compradas a fuerza de planes sociales o el otorgamiento del tan ansiado “pase a planta permanente”.
Alberdi fue un intelectual comprometido con su tiempo y por ello sufrió el exilio como tantos de sus contemporáneos. Analizó las circunstancias locales e internacionales y propuso un camino a seguir para salir del atraso en el que se encontraba el país antes de la Organización Nacional. Para eso diseñó un modelo de nación integrado al mundo que por aquel momento asistía al nacimiento de las democracias liberales y a la expansión del sistema capitalista como motor del progreso. Sabía que para ello era clave la llegada de inmigrantes y capitales del exterior, todo lo cual sería posible si se respetaban las libertades individuales y el derecho de propiedad. En este sentido, tenía muy en claro que esto sólo sería posible si contábamos con un gobierno limitado que fuera esclavo de la ley y no su amo. Todos estos principios quedaron plasmados en una vasta obra que elaboró -con una coherencia singular- a lo largo de más de cuarenta años de trabajo y compromiso con su país, por más que la mayor parte de ese tiempo viviera fuera del mismo.
Quizás en este momento, en el que se debate sobre sistemas electorales y reelecciones indefinidas, convendría rescatar un par de párrafos de un discurso que brindó cuando fue invitado a hablar ante la promoción de graduados de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 1880. En esa oportunidad tituló su presentación: “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual”. En poco más de veinte páginas, Alberdi aborda magistralmente los temas centrales del pensamiento liberal clásico, haciendo hincapié en la premisa de que el estado debe estar para resguardar los derechos individuales y no para violarlos. Así lo indica al decir: “Las sociedades que esperan su felicidad de la mano de sus Gobiernos esperan una cosa que es contraria a la naturaleza. Por la naturaleza de las cosas, cada hombre tiene el encargo providencial de su propio bienestar y progreso, porque nadie puede amar el engrandecimiento de otro como el suyo propio; no hay medio más poderoso y eficaz de hacer la grandeza del cuerpo social que dejar a cada uno de sus miembros individuales el cuidado y poder pleno de labrar su personal engrandecimiento”.
Para que esto suceda, debemos vivir bajo un sistema republicano que implica la existencia de un gobierno limitado, sujeto a la ley, que sea elegido por el sufragio libre y limpio, y que además se renueve periódicamente. Cuando alguno de estos factores está ausente la república deja de existir y se produce lo que Alberdi llamó la omnipotencia del Estado que según su visión es “el poder omnímodo e ilimitado de la Patria respecto de los individuos que son sus miembros y tiene por consecuencia necesaria la omnipotencia del Gobierno en que el Estado se personifica, es decir, despotismo puro y simple”. Lamentablemente, se suele confundir gobierno elegido mayoritariamente con poderes ilimitados y eso nos lleva al despotismo. Los habitantes tenemos derechos, formemos parte de las mayorías o de las minorías. Cuando se elige un gobierno no se cede estos derechos a quienes ganaron las elecciones sino que se otorga al partido ganador la posibilidad de administrar el Estado durante el tiempo que dure su mandato, lo cual no significa que tenga autoridad para coartar nuestros derechos u otorgar privilegios a un grupo de personas en detrimento de otras.
Los tiempos que vivimos nos brindan una buena razón para retomar la lectura de Alberdi y sus argumentaciones. Quizás si volviéramos a poner en práctica sus ideas podríamos encontrar el camino que nos ponga en la dirección de un futuro más promisorio.