Nuestro país es sorprendente por donde lo miremos. Desde casi todos los aspectos de análisis siempre encontramos alguna peculiaridad que, para bien o para mal, nos diferencia de otras sociedades. La historia nacional es uno de esos ámbitos que distintas generaciones de estudiosos y escritores han utilizado para dar forma a la idea de país que mejor definía sus aspiraciones ideológicas o políticas. Cierto es que la historia, como cualquier otro quehacer humano, está influenciada irremediablemente por una carga subjetiva de la que nadie se puede desprender.
Asistimos en la actualidad a una oleada de publicaciones históricas que refleja, a su vez, un creciente interés por parte del público en general por saber cómo ha sido nuestro pasado y cómo hemos llegado a ser lo que somos. Lamentablemente, los escritores que más repercusión han tenido en este público son los que han encarado sus trabajos bajo el análisis de una historia conspirativa, que presenta a la sociedad argentina desde sus comienzos como víctima de una conspiración interminable en la que solo cambian los conspiradores, pero no las víctimas de esa conspiración.
Seguramente, el lunes salió más de un suplemento histórico en los distintos periódicos del país haciendo referenciar a otro aniversario de la muerte del padre de la patria y, especulo que muchos de ellos tuvieron un enfoque como el que señalara en los párrafos anteriores.
Por mi parte, entiendo a José de San Martín como una de las paradojas argentinas, ya que, más allá de su persona y su obra, es interesante observar cómo su figura cobró trascendencia en el imaginario colectivo de los argentinos.
Al analizar el rótulo de padre de la patria, es importante detenerse a pensar en la época que le tocó vivir a San Martín. Nacido en 1778 en el recientemente creado Virreinato del Río de la Plata, desde muy pequeño parte hacia España con su familia. Allí lucharía contra las tropas napoleónicas a favor del rey. Recién en 1812 regresaría a Buenos Aires, donde comenzaría su carrera militar en las tierras que iniciaban su camino hacia la independencia. Estuvo en el actual territorio argentino hasta 1817, cuando partió en sus campañas libertadoras en Chile y Perú. Regresaría brevemente a mediados de 1823 para partir definitivamente hacia Europa a comienzos de 1824 (hubo un intento fallido de retorno en 1828, pero no llegó a desembarcar en Buenos Aires). Fueron sin duda estos años un período de transición entre lo que se llamó el antiguo régimen (entiéndase por esto los Gobiernos monárquicos y sus colonias) y la modernidad (que implica la irrupción de las formas republicanas de gobierno).
No es objeto de este trabajo cuestionar la actividad de San Martín ni plantear qué intereses lo motivaron a actuar de la forma en que lo hizo. Lo que me parece paradójico es que un país llame “padre de la patria” a una persona que solo vivió poco más de cinco años de su vida adulta en el actual territorio nacional. Quizás fuera precisamente esto lo que le permitió mantenerse ajeno a las disputas políticas e historiográficas que tendrían lugar con el transcurrir de las décadas. No haberse tentado con los ofrecimientos políticos de turno y su pronta partida a Europa le permitieron mantener su nombre inmaculado ante los ojos de la historia. Aunque, a mi entender, tanto respeto y tanta admiración lo llevaron a convertirse (muy probablemente a su propio pesar) en un ser semidivino.
Esto, a su vez, hizo que no pocos argentinos dudaran de la existencia real de tal figura. Si hasta resulta incómodo hacer referencia a aspectos de su vida que no son del todo claros. No faltará quien salga a responder rápidamente a tales planteos como si se tratara de una cuestión de fe. Esta tendencia al juego de todo-nada que tenemos los argentinos nos hace pensar en seres totalmente buenos o totalmente malos, y así ha sido escrita la historia durante muchos años y parece ser que es la forma más difundida (y rentable económicamente) en la actualidad.
La interpretación histórica pone al sujeto de estudio en su contexto y sus circunstancias particulares para poder indagar cuáles fueron los motivos que lo impulsaron a actuar de tal o cual forma. Una de las tareas del historiador es la de luchar contra la tentación (en la que muchos caen por ignorancia, conveniencia o intereses particulares o corporativos) de analizar al personaje histórico con parámetros morales, políticos o ideológicos del presente. Siempre es más fácil (y marketinero) esto último que realizar la verdadera labor que implica el estudio historiográfico serio.
Sería algo positivo que cada 17 de agosto se recuerde al prócer como se debe, ya que (por otra de las paradojas argentinas) el día de la conmemoración suele pasar totalmente inadvertido, porque la fecha se corre a los “lunes turísticos”, con lo cual finalmente ni se lo recuerda el día original ni se lo hace en la fecha sustituta, aunque esta vez la casualidad haya hecho que la fecha caiga en lunes. Vaya, pues, desde esta columna un respetuoso recuerdo para una persona que con sacrificio contribuyó en gran parte al surgimiento de la patria. Cualesquiera hayan sido los motivos de su accionar, no quedan dudas de su nobleza de espíritu, su honradez y su coherencia de acción.