Que las instituciones estén al servicio de un movimiento político es grave pero es aún peor que lo estén de causas e intereses particulares de quienes detentan circunstancialmente el poder, aunque estemos hablando del máximo cargo ejecutivo. Esto expuso abiertamente la Presidente de la Nación cuando utilizó la red social Twitter para acusar y descalificar al juez que investiga los movimientos de una de sus empresas. El contragolpe se veía venir desde el momento en que, durante el acto de la Cámara Argentina de la Construcción (CAC), optó por dejar en claro que “a esta Presidenta ningún buitre financiero ni ningún carancho judicial la va a extorsionar”.
No es una novedad en la Argentina la utilización de los recursos del Estado para intereses personales. Sin embargo, la presidente Cristina Fernández de Kirchner, lo hace con un atrevimiento que ya no sorprende aunque -al menos a mí- asusta. En esta ocasión, la mira ha quedado dirigida sobre el juez Claudio Bonadio; su investigación sobre la empresa Hotesur S.A., propiedad de la Presidente, ha desatado una ola de ataques por parte de distintos funcionarios y dirigentes del oficialismo que se extiende en el tiempo y promete ir a fondo. No sorprende tampoco el recurso del contraataque para responder acusaciones. A una investigación –sea periodística o judicial- el kirchnerismo nunca le opone un argumento sino que utiliza básicamente dos caminos según la ocasión: responde con fuego sostenido en la dirección contraria, o se dedica a denostar al emisario. Sin embargo, últimamente lo más habitual es que ambos caminos se fusionen y retroalimenten para conformar así un furibundo ataque.
La denostada -por neoliberal y “privatizadora”- década del ’90 nunca había llegado al punto de apropiarse desembozadamente del Estado para uso personal. Parece de Perogrullo pero hay que resaltar que el Jefe de Gabinete de ministros –en este caso Jorge Milton Capitanich- no es el vocero de una persona (por más presidente que ella sea) sino que sus funciones están expresadas con claridad en el artículo 100 de la Constitución Nacional; que el Secretario de Justicia Julián Alvarez no es quien tiene que llevar adelante su defensa en juicio aunque actúe como su abogado personal y se golpee el pecho por el “logro” de que el Consejo de la Magistratura haya multado a Bonadio por causas remotas reflotadas en estas circunstancias con el sólo objeto de castigar; ni tampoco el Senador Aníbal Fernández es quien debe evaluar qué es lo que puede o no investigarse según los parámetros de protección para la “imagen del país”.
Señalado en varias columnas anteriores, no debemos cansarnos de repetir que cuando las instancias técnicas de cualquier organismo del Estado se desdibujan para ponerlas al servicio de la militancia política (o personal en este caso), lo único que queda como salvaguarda es la justicia. El control administrativo de los actos de gobierno es para el kirchnerismo una simple instancia de reafirmación que carece de valor alguno para la gestión. En el caso de la empresa que administra los hoteles de la presidente en la Patagonia, estaba más que claro que tanto la Inspección General de Justicia (IGJ) como la Unidad de Información Financiera (UIF) deberían haber alertado con anterioridad de sus irregularidades pero esperar esto, cuando lo único que caracteriza a ambos organismos es una identificación sumisa al mandato de Cristina Kirchner, es de una ingenuidad absoluta.
Las denuncias sobre el juez adoptaron el clarísimo formato de represalia y amedrentamiento que ni los propios integrantes del oficialismo se atreven a negar por lo evidente. El senador kirchnerista Marcelo Fuentes, quien debería concentrarse en defender (siempre en el marco la plataforma del Frente para la Victoria por la cual supuestamente fue votado) los intereses de la provincia de Neuquén, se ocupa por estos días de urdir la venganza contra un juez que se atrevió a investigar al poder. Fuentes acusó a Bonadío de enriquecerse ilícitamente, lavar dinero y abusar de la autoridad, todos cargos absolutamente oportunos al momento político.
Debería ser más que una obviedad reafirmar que los funcionarios electos por el titular del Poder Ejecutivo para ejercer un cargo, si bien deben responder a las directivas de quien los puso en funciones, no pueden ponerse al servicio de causas personales de los mandatarios. Más aún, la propia Presidente, renuente como es a responder sobre cuestiones que hacen a la gestión de su gobierno, sí se ocupa de replicar acusaciones que ni siquiera están ligadas de manera directa (al menos en un primer paso) al ejercicio de su función, utilizando para ello todos los recursos que el cargo –y su investidura- le ponen al alcance.
A esta altura de decadencia del modelo kirchnerista se empieza a extrañar aquellos funcionarios que al menos se inmolaban en la defensa del mismo y que optaban por “dejar que la justicia actúe” en aquellos casos en los cuales se investigaba a algún funcionario del Poder Ejecutivo. Evidentemente, y a menos de un año de terminar el mandato, está claro que esa abstención en apariencia respetuosa de uno de los poderes del Estado ha dado paso a una guerra sin cuartel contra todo aquello que ponga en riesgo al relato oficial y la supervivencia política de su máxima representante.
Finalmente, este nuevo choque entre el kirchnerismo y parte de la justicia deja también nuevos interrogantes por resolver. ¿Cuál es finalmente el patrimonio real de la Presidente si una de sus empresas no tiene los balances al día? ¿Incluyó información confidencial –sólo asequible en razón de su cargo y función- la acusación que Cristina Kirchner lanzó por Twitter al juez Bonadío? Y a modo más general, ¿podremos recuperar, ya con el próximo gobierno desde ya, la capacidad de asombro como sabio mecanismo de defensa?