En estos días nos encontramos de manera ininterrumpida con análisis, comentarios y hasta imágenes que pretenden reflejar el fenómeno de la inflación. Ya ni siquiera tenemos que esperar a escuchar sobre la temática en programas de economía, política o en los noticieros, sino que aparece en programas de espectáculos, deportes u otras yerbas de la radio, la televisión, los diarios y los medios digitales. La democratización de los analistas lleva a una serie de imprecisiones, contradicciones y errores técnicos que hacen casi imposible la comprensión de esta problemática que nos aqueja como país desde hace no menos de ocho años.
Está claro que en poco más de sesenta días de gestión no es demasiado lo que se le puede exigir a un Gobierno en cuanto a resultados. Sí aparece como lógico el cuestionamiento o el elogio si lo que se evalúan son los planes encarados para el combate de un flagelo que es unánimemente visto como nocivo para la salud de la economía de nuestro país y los bolsillos de quienes lo habitan. En este sentido, puede haber cuestionamientos acerca de la falta de un plan articulado y consecuente que ataque los diversos frentes que componen un fenómeno inflacionario que, convengamos, desde hace un par de décadas se encuentra en los libros de los recuerdos de los economistas. En América Latina, el chavismo y el kirchnerismo han logrado reflotarlo, para desgracia de Venezuela y Argentina.
El Gobierno de Mauricio Macri no utilizó la opción de anunciar un plan completo y ordenado de cambios que conduzcan a la reducción de la inflación, pero sí adoptó medidas que van en ese sentido. El propio Presidente ha marcado con claridad el inicio del problema: ‘’El Gobierno anterior administró mal y gastó mucho más de lo que ingresó por los impuestos. Generó muchísimos billetes y esa cantidad de moneda generó este proceso’’, señaló. El déficit fiscal acumulado durante años (y que las últimas mediciones sitúan en ocho puntos del PBI), cubierto con una emisión monetaria descontrolada (ante el cierre de todo financiamiento externo que se ganó el Gobierno de Cristina Kirchner), es el principal responsable de la inflación. De esta problemática enunciada surgen las soluciones que, anunciadas o no, pasan por aspirar ese excedente de moneda (tarea que por ahora ha llevado adelante el Banco Nación) y por bajar el déficit fiscal. Claro está que la puesta en marcha de ambas medidas tiene limitantes tanto en la economía y como en la política.
Con este objetivo claro y explicitado de reducir paulatinamente la inflación, una de las primeras batallas iniciadas —y que tiene aún muchos y extensos capítulos pendientes— por el Gobierno de Cambiemos ha sido la racionalización del empleo público (una tarea titánica y harto difícil). En ese sentido, sería interesante que el Gobierno, más allá de los trabajos de auditoría que se están haciendo en los distintos estamentos de la administración pública nacional, comience a explicar la necesidad de revalorizar el empleo en el Estado. Para ello, debe quedarle claro a toda la sociedad que el trabajo en el sector público no puede ser un premio a la militancia y que tampoco puede funcionar como seguro de desempleo. El daño que se le hace al Estado y a todos los ciudadanos por el uso del cargo público en estas nocivas formas es enorme al quitarle al sector privado y al país recurso humano productivo para asignarlo en tareas no productivas (o ni siquiera asignarle tareas), acrecentar la voracidad fiscal de un Estado que presiona cada vez más sobre sus contribuyentes para pagar esos sueldos y la mencionada impresión descontrolada de pesos que pierden valor. Esta forma de entender el trabajo en el Estado también quita la posibilidad de profesionalizarlo, retribuirlo con mejores salarios y ponerlo al servicio de facilitarle al ciudadano su vida personal (comercial y civil), que a su vez permita retroalimentar, y no entorpecer, el sistema en beneficio de todos.
En este planteo, el Gobierno ha puesto la lupa sobre los contratados y algunos ascendidos irregularmente a planta permanente durante los últimos años, pero debería también modificar un sistema perverso que impide que los ñoquis y los malos empleados se amparen en la famosa estabilidad del empleo público que impide que sean removidos. De hecho, quienes alguna vez pasamos por la administración pública sabemos que en muchos casos son los contratados quienes sostienen cierto normal funcionamiento del Estado y que deben frecuentemente reemplazar en sus tareas a quienes saben que nada ni nadie los puede desplazar.
En el plano comunicacional, el Gobierno ha percibido que, pese a que las razones de la inflación son estructurales, hay un sector, sobre todo en los medios de comunicación, que le reclaman acciones directas e inmediatas. En este sentido, quedan en evidencia aquellos comunicadores que sólo criticaban al kirchnerismo por sus formas o por los resultados negativos que obtenían, pero que nada tenían para objetar en cuanto a las políticas de fondo, más allá de sus propias percepciones. Es así como nos aturden en radio y televisión con conceptos como “formadores de precios”, “estructuras de costos”, “cadenas de valor”, “empresarios inescrupulosos” y toda la terminología habitual de Guillermo Moreno y compañía.
En su afán por atender ese frente de acción —que, permítame el Gobierno decirle, es un reclamo más de los medios que de los ciudadanos, quienes hasta ahora premian los primeros meses de gobierno con un 70% de aprobación a la gestión— ha lanzado el sistema electrónico de publicidad de precios argentinos (SEPA, una sigla digna del mejor kirchernismo) que obliga a los comercios a informar diariamente los precios de los productos de consumo masivo. Me cuesta comprender cómo este supuesto sistema de información transparente para los clientes pueda reemplazar las páginas enteras de diarios que los principales supermercados utilizan como publicidad para competir con sus rivales o hasta dónde llega el poder de control y sanción sobre empresarios que hacen uso de su libertad para comerciar, prevista en la Constitución Nacional. No obstante ello, es comprensible la necesidad de mostrar que el Gobierno toma medidas para contrarrestar la inflación, aunque, no tengo dudas, son pocos quienes en Cambiemos creen que este tipo de controles sirve para algo.
El Gobierno debería profundizar los temas de fondo que hasta ahora inició en la búsqueda de solucionar no sólo el problema de la inflación, sino también la flagrante distorsión en los precios relativos (tarifas, transporte) instrumentada por el kirchnerismo, la apertura de la economía (proceso que debe agilizarse), las nuevas relaciones con el mundo, la solución de los problemas con nuestros acreedores externos, la atracción de inversores tanto internos como externos, que, como en todo el mundo, claman por reglas de juego claras y estables para invertir, y no perder energías en convencer a quienes en realidad no pretendían un cambio profundo, sino que querían que el nuevo Gobierno ejerciera un kirchnerismo con buenos modales. Al parecer, hay muchos que aún se esfuerzan por vulnerar aquella máxima de Albert Einstein según la cual: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”.