El año pasado fueron asesinadas 295 mujeres en casos de violencia de género, es decir, a manos de sus parejas, novios o compañeros. Pero es probable que la muerte de Naira Cofreces, la joven de Junín que murió por la paliza que le dieron sus compañeras de escuela no cuente para las estadísticas de este año, ya que pareciera que el femicidio se entiende exclusivamente como la muerte de una mujer a manos de un hombre. Femicidio sería entonces el que cometió Barreda, el odontólogo que asesinó de sendos escopetazos a su mujer, su suegra y sus dos hijas, aunque semejante masacre jamás haya sido etiquetada de ese modo.
Recordemos el caso: el domingo 15 de noviembre de 1992, a Ricardo Barreda le vinieron ganas de colaborar con las tareas domésticas y entonces le dijo a su esposa dos cosas: que iba a pasar el plumero por la entrada, porque las telarañas causaban muy mala impresión, y que también iba a recortar la parra. Pero ella le aconsejó que mejor empezara con la parte de la limpieza, porque los trabajos de conchita eran los que mejor le quedaban. Y aparentemente agregó: “Es para lo que servís”.
Y digo aparentemente porque todo lo que sabemos del episodio en el que Barreda mata de varios escopetazos a su mujer, su suegra y sus dos hijas es por su propia boca, ya que obviamente no quedó ser vivo que pudiera esgrimir una versión diferente de la suya. Con parsimonioso y seleccionado vocabulario sostiene en sus declaraciones judiciales que el apelativo conchita lo “molestó de sobremanera” –de allí los actos que se sucedieron– y que además no era la primera vez que su esposa lo llamaba de ese modo. Y así Barreda reivindica la matanza de toda su familia, más precisamente, de todas sus mujeres (suegra, esposa y dos hijas), por ser el único modo que encontró de liberarse no solo del infierno en el que vivía, sino del ser llamado con un apelativo que encarnaba todas las fuerzas del mal.
Desde el punto de vista argumentativo, la palabra conchita no es un diminutivo al estilo de casita frente a casa, porque no alude al tamaño del objeto, sino que en realidad imprime al vocablo –que en nuestra variedad de español es una mala palabra– un matiz irónico y despectivo. Muchas veces, en el plano discursivo, los diminutivos funcionan en realidad como aumentativos. Pensemos por ejemplo en el término ¡mamita! como piropo a una mujer deslumbrante, o mariquita para nombrar a un gran cobarde, en general de sexo masculino, porque si fuera mujer, creo que le cuadraría mejor el adjetivo maricona. Pero por otra parte, si alguien dijera: “Tiene una casita en Las Barrancas de San Isidro”, obviamente se estaría refiriendo a una gran mansión. En síntesis, el verdadero sentido de las palabras no está en su uso aislado, sino en su funcionamiento efectivo dentro de los discursos.
Pero volvamos a aquella mañana de noviembre en la que Barreda quiere colaborar con las tareas de la casa, pero no como una mujer, sino en tanto varón, por eso se rebela ante la supuesta provocación de su esposa que lo llama “conchita” y a la que él le contesta desafiante, incluso imitándole la voz: “El conchita no va a limpiar nada. El conchita va a atar la parra”. Y entonces, sus palabras dejan de ser exclusivamente manifestación de un solo sujeto para presentar una pluralidad de voces que resuenan en ellas: la suya, la de su esposa y la del sexismo evocado por esa palabra, cuyo impulso persuasivo pone sobre el tapete un discurso esencialista que fija los roles y los estereotipos propios de cada sexo: la limpieza para las mujeres –el plumero–, la intrepidez y el esfuerzo físico para los hombres –la poda.
Ahora bien, la pregunta que me hago una y otra vez no es solo por qué este caso no se presenta como un paradigma de la violencia de género sino, además, por qué la mayoría de los hombres bromea con la palabra conchita y justifica de alguna manera la matanza de Barreda. ¿Será porque su accionar representa la fantasía masculina de libertad que consiste en prescindir para siempre la atadura a las mujeres que –a sus ojos– los vuelve esclavos? ¿O será más bien que lo comprenden, porque Barreda en tanto hombre, ha sido feminizado, ha sido ignorado, ha sido convertido en lo otro, o sea, ha sido mirado y tratado como una mujer por sus propias mujeres?
Remedando la famosa frase de Simone de Beauvoir “No se nace mujer, se llega a serlo”, Barreda “no nace conchita, llega a serlo”, y no porque se lave y se planche la ropa, se cosa los botones, en fin, se atienda a sí mismo –como relata en sus declaraciones judiciales–, sino y según su propia versión de los hechos, por culpa exclusivamente de su esposa, su suegra y sus hijas, que al invisibilizarlo, lo sumen en un infierno de maltrato en el que “si no las mataba yo, ellas lo hubieran matado a él”.
En síntesis, Barreda es conchita en tanto hombre degradado en mujer por culpa de sus propias mujeres, y pareciera que ese es el simple motivo que pone de su lado a sus congéneres. Porque no conozco a ningún hombre que no justifique –obviamente, en broma– que Barreda haya matado a su esposa y a su suegra, aunque en general, pongan reparos con respecto a las hijas. En cambio, si se hubiera dado el caso contrario, es decir, el de una mujer que hubiera matado a su esposo, su suegro y sus hijos varones, estoy casi segura de que sus congéneres, es decir las otras mujeres, jamás hubieran encontrado motivos para justificar su locura o, incluso, para bromear con ella.