Por: Aníbal Fernández
“Una derrota peleada vale más que una victoria casual”
José de San Martín
Seguramente te acordarás que, unos meses atrás, escuchábamos a los que dicen saber del tema despotricando por la conformación de la Selección Mayor de Fútbol, presta a participar del campeonato mundial de la disciplina.
Que el arquero estaba falto de fútbol y no podía participar de la selección “ni de suplente”. Que los marcadores de punta eran prácticamente desconocidos “y sólo podían ser citados por Sabella”, y que el equipo nacional, en su conjunto, dejaba mucho que desear frente a rivales como España, Inglaterra y el propio Brasil.
Como bandera de la ignorancia y lo intolerante, sostenían que “Javier Mascherano ya no era el mismo”, que había bajado su rendimiento en el Barcelona y que representaba “una duda frente al compromiso mundial”. Los que decían saber de fútbol soñaban una Selección Argentina plena de individualidades y conflictos; llena de “estrellas” que brillaran tanto que se opacaran entre sí; auguraban un conjunto que, como de costumbre, no pasara los cuartos de final.
“Algo se rompió entre Sabella y el equipo”, sentenciaba un sabio, justo en el momento en que la selección consolidaba su maravilloso proceso de complemento y unión como grupo humano y deportivo. Un proceso que nos llevó hasta la final del mundo y que, apenas por una cuestión de suerte, nos dejó en el segundo puesto.
Sí. Honroso segundo puesto. ¿Por qué si uno es el número 2 del ránking mundial de tenis es un genio? ¿O si se sube al podio en la Fórmula 1 con eso alcanza? Ni hablar si obtiene la medalla de plata en los Juegos Olímpicos… ¡Qué actuación destacada! Entonces ¿cómo es eso que ser el subcampeón del mundo de fútbol es una deshonra o una capitis diminutio?
“La victoria tiene centenares de padres, pero la derrota es huérfana”, dijo, alguna vez, John Fitzgerald Kennedy. Lo que lastima es el hecho que aquellos que se hubiesen exhibido como padres de la victoria de la selección se transformen en ácidos críticos -ácido como el de la leche cortada… la mala leche, ¿viste?- ante el subcampeón del mundo.
Jamás me comí esos conceptos acomodaticios como los de campeones morales o campeones sin corona, para nada. Digo que el equipo llegó a la final, jugó con garra y de igual a igual, como nos gusta a los argentinos, y que no nos faltó un “cachito” de suerte. Virtud y fortuna, dice Maquiavelo, que se deben tener para llegar a los más altos cargos. Tuvieron toda la virtud, toda…
Conozco tanto de fútbol como cualquier señora o señor que se plantó frente al televisor, mientras el cuore hacía un profundo zapateo americano. Los que no somos especialistas, los que nos mueve la camiseta, los que sentimos el esfuerzo y los golpes a los pibes como si fueran a nuestros propios pibes, entiendo nos declaramos satisfechos. Los vimos, nos sigue hirviendo la sangre y sentimos que han cumplido con creces. No han dejado nada por desplegar y nos gustaría poder decírselos.
Esta selección nos deja muchas cosas buenas. Una final jugada de igual a igual con el mejor . Un partido de dientes apretados que podría haber sido para nosotros. “Una derrota que tiene más dignidad que algunas victorias”, hubiera sintetizado Jorge Luis Borges.
Pero, sobre todo, nos exhibe a todos, sin distinción, como enseñanza fáctica, que el esfuerzo, la unión y el sentido de grupo no tiene límites. Nos dice con claridad que el héroe es el equipo. Que en soledad nada se puede hacer en este mundo.
Nos deja también la emoción; el nudo en la garganta de ver a esos pibes (porque no sé si te diste cuenta que son pibes de veintipico de años) destrozados por no conseguir el objetivo.
Y nos deja un gran orgullo: el de pertenecer a esa gran mayoría de argentinos que trabajan, que estudian, que se esfuerzan, que sufren, se emocionan y estallan en una enorme sana alegría como cada vez que el país obtiene un triunfo. Eso son los argentinos “de selección”. ¿Y los demás? Los demás… ¿a quién le importan?