Cada cierto tiempo se esparce el rumor de la muerte de Fidel Castro. Es casi una costumbre. Rutinariamente, los medios de comunicación ponen al día sus obituarios y se preparan para el gran entierro. Esta vez “la noticia” partió de Venezuela y parecía verosímil. Fidel llevaba varios meses en silencio total y se decía que era la consecuencia de un severo episodio cerebro vascular que casi lo había liquidado. Como se trata de un anciano de 86 años gravemente enfermo, no era nada sorprendente. A estas alturas, lo extraño no es su muerte, sino su terca insistencia en mantenerse vivo. Parecía acertado morirse en el 50 aniversario de la Crisis de los Misiles. Todo un amable detalle histórico.
Al fin y al cabo, se sabe que su mausoleo está listo en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, a 765 kilómetros de La Habana, muy cerca de la tumba que guarda los restos mortales de José Martí. Se sabe, también, que el muy previsor Raúl Castro tiene escrito el parte de prensa y muy ensayada la liturgia del esperado deceso. Si hay algo que no va a sorprenderle es la muerte de su hermano. Él es una persona organizada. Siempre ha estado pendiente y dependiente de Fidel, y así será hasta el último minuto. No ignora que Fidel le moldeó totalmente su existencia desde que era un adolescente. Cuando Raúl piensa o dice que “le debe la vida a Fidel” es algo rigurosamente cierto. Fidel “lo hizo” de punta a rabo, como el escultor que talla una figura de madera. Como Gepeto hizo a Pinocho.
Probablemente, primero el féretro será velado en La Universidad de La Habana o en la Plaza de la Revolución. Le harán guardia de honor algunos de los más vistosos veteranos de Sierra Maestra que lo sobrevivan. Luego el cadáver recorrerá la carretera central desde la capital hasta Santiago de Cuba, la ciudad de donde partió a hacerse cargo del poder el 1 de enero de 1959. A Fidel, muy cauteloso, le tomó una semana hacer ese recorrido rodeado por multitudes entusiastas. Desandar ese camino, ya muerto, pero cubierto por la bandera cubana, le tomará algo menos, pero también será una marcha lenta. Si examinan el ritual comprobarán que los muertos, en todas partes, siempre van despacio. Dentro de la escenografía revolucionaria, ese último acto, cargado de simbolismos, tiene cierta importancia. Genio y figura, nunca mejor dicho, hasta la sepultura.
No tiene sentido suponer que Raúl Castro esconderá la muerte de su hermano. ¿Con qué objeto? Él tiene en sus manos todos los resortes del poder. Cuando ocurra, a las pocas horas de ser notificado el general-presidente, las emisoras de radio comenzarán a tocar marchas militares y temas fúnebres, y algún locutor consternado anunciará con voz engolada la hora en que el portavoz del gobierno, o el propio Raúl, se dirigirá a la nación para hacer un anuncio importante. En ese momento, ya todo el mundo supondrá de qué se trata y la noticia, deliberadamente filtrada, será recogida por todas las agencias de prensa internacionales.
Desde el punto de vista psicológico el suceso tiene mucha importancia. Tres generaciones de cubanos han nacido y crecido a la sombra de Fidel. Aunque todo el mundo espera su muerte, la noticia será un mazazo y el régimen hará todo lo que esté a su alcance para subrayar el dolor de la población, como hicieron en Corea del Norte cuando murió Kim Il Sung o en España tras la muerte de Franco. El duelo, piensan, sirve para cohesionar a las masas.
¿Y qué va a pasar entonces? Sin duda, seguirá, inexorable, el proceso de abandono y negación del caudillo muerto. Ocurre siempre. Si no lo hace el propio Raúl, lo hará su sucesor. Stalin, que era como Dios en la URSS, se murió en marzo de 1953 en medio de un millón de promesas de adhesión eterna a su memoria. Su gloria sólo duró hasta febrero de 1956. Durante el Vigésimo Congreso del Partido Comunista hicieron trizas su memoria. A Fidel le ocurrirá lo mismo.